Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
En Túnez los salafistas mantienen el activismo radical violento; en Egipto se debaten entre integrarse en el islamismo del sistema o la independencia opositora.
Que el salafismo ha irrumpido en política no es una afirmación banal, en la medida en que históricamente ha hecho gala de desasimiento político. Su irrupción, vocablo que define mejor lo sucedido que el más inocuo “entrada”, materializa dos realidades estrechamente relacionadas: la diversidad de la oferta política islámica y la emergencia de una nueva cultura contestataria en las sociedades árabes. Ha sido el salafismo y no el islamismo tradicional, representado por los Hermanos Musulmanes, quien ha inaugurado el paradigma posrevolucionario árabe. Y lo está protagonizando por encima incluso de las previsiones de sus seguidores, hasta el punto de que, en buena medida, el futuro más inmediato de la política egipcia o tunecina depende de su concurso.
El salafismo y la no política
Qué es el salafismo se contesta mejor en negativo, repasando lo que denuesta más que lo que defiende. Porque la proclama de volver a los orígenes, al modelo prístino de los primeros musulmanes (los salaf del nombre árabe que da lugar a esta corriente islámica), es ante todo una utopía compartida por las múltiples propuestas regeneracionistas de la historia del islam. A partir de este presupuesto, lo que distingue al conjunto de los movimientos que se proclaman salafistas es la virulencia de las acusaciones contra sus enemigos, entre los que se incluyen los salafistas de tendencia diferente de la propia, y el recurso permanente al takfir, la acusación de infidelidad al islam. El takfir salafista dirige su condena a cuatro ámbitos: la libertad individual, la igualdad civil, la separación de espacio público y privado y la…