Irlanda: del ‘Estado imaginado’ al ‘Estado Libre’
Entre finales del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, el Partido Irlandés fue la organización que articuló las reivindicaciones mayoritarias del nacionalismo: la autonomía (Home Rule) de la isla dentro de Reino Unido y una reforma agraria que acabara con el dominio que los terratenientes ejercían sobre buena parte de sus tierras. El partido llegó a tener 86 diputados en Westminster, por lo que en ocasiones tuvo en sus manos el equilibrio político británico. Y supo sacarle rédito a la situación, aumentando paulatinamente la autonomía de la isla gracias a leyes aprobadas por gobiernos que dependían, al menos en parte, de su apoyo parlamentario.
Durante esa época, cuenta el historiador británico Charles Townshend en The Republic. The Fight for Irish Independence, una brillante historia del proceso de independencia irlandés, el republicanismo o independentismo era un movimiento pequeño, casi invisible. Su organización más antigua era una sociedad secreta, cuya estructura copiaba la de las sociedades masónicas, que tras unos años de anonimato buscado, adoptó el nombre de Hermandad Revolucionaria Irlandesa. Su objetivo era conseguir la independencia de Irlanda mediante la violencia. Un hombre de Cork que se unió a ella en 1917 la describió, recoge Townshend, como “una organización muy unida, práctica, tenaz, que suscitaba un extraordinario espíritu de lealtad y hermandad entre sus miembros. No era propagandista, más bien pretendía encontrar y conectar a hombres de buen carácter que habían llegado a la conclusión de que la única solución al problema de conseguir la libertad nacional era el uso de la fuerza física”. Pero, a pesar de su resistencia y resolución, la Hermandad nunca consiguió poner en marcha su ansiada guerra contra Inglaterra. Y, en ese momento, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, incluso ella tenía claro que era el Partido Irlandés el que monopolizaba políticamente el nacionalismo en la isla.
Sin embargo, esa situación fue cambiando durante los años de la guerra. Ese republicanismo que hasta entonces había sido casi invisible, pero ya contaba con su propio partido, el Sinn Féin, y otras organizaciones, como los Voluntarios Irlandeses, quiso aprovechar que Reino Unido estaba en guerra con Alemania para explotar la debilidad del primero y recabar el apoyo de la segunda. Lo hizo con una revuelta independentista: el alzamiento de Pascua de 1916. El intento fue un fracaso y los británicos lo aplastaron, pero fue el principio de un ciclo revolucionario que se intensificó cuando los británicos decidieron ejecutar a dieciséis líderes independentistas, alguno de los cuales no habían cometido delitos de sangre, con pocas pruebas en su contra. Eso aumentó la simpatía por los rebeldes y el rechazo al dominio británico en la isla. Un rechazo que se agravó dos años más tarde, cuando el Gobierno británico aprobó el reclutamiento forzoso de los jóvenes irlandeses para que participaran en la Primera Guerra Mundial con su ejército. Durante mucho tiempo, el nacionalismo irlandés se había identificado con el catolicismo, mientras que el unionismo lo hacía con la Iglesia presbiteriana, sobre todo en Irlanda del Norte, pero la jerarquía eclesiástica había mantenido una cierta neutralidad política. Esta terminó definitivamente con este reclutamiento, que los líderes de la Iglesia católica irlandesa consideraron “una ley opresiva e inhumana a la que el pueblo irlandés tiene derecho a resistirse”. El Sinn Fein lo consideró, directamente, “una declaración de guerra contra la nación irlandesa”. Aun así, la mayoría pensaba que la independencia era imposible: “El Canal [entre Irlanda y Reino Unido] impide la unión; el océano [entre Irlanda y el resto del mundo] impide la separación”, reconocía el líder patriota Henry Grattan, dice Townshend.
«El 21 de enero de 1919 esa Asamblea de Irlanda, en la que no había más que representantes del Sinn Féin, declaró unilateralmente una República Irlandesa independiente. Con ella nació (…) el “Estado imaginado”»
Y entonces se produjo un cambio definitivo para el futuro de Irlanda. En las elecciones de diciembre de ese año, el Sinn Fein barrió al tradicional Partido Irlandés, que durante esta sucesión de crisis no se había encontrado cómodo y había oscilado entre la defensa del orden y aconsejar al Gobierno británico que no se excediera en sus medidas para mantener la autoridad. Los republicanos consiguieron 73 de los 105 escaños que Irlanda tenía en Westminster (los unionistas ganaron en el norte de la isla y obtuvieron 22 escaños; el Partido Irlandés pasó de 67 a 6). Pero sus diputados electos no tomaron posesión de su escaño en Londres. En su lugar, crearon en Dublín la Dáil Éireann, una supuesta cámara legislativa irlandesa que en realidad no tenía ninguna clase de sostén jurídico. El 21 de enero de 1919 esa Asamblea de Irlanda, en la que no había más que representantes del Sinn Féin, declaró unilateralmente una República Irlandesa independiente. Con ella nació lo que Townshend llama con mucho acierto el “Estado imaginado”: esa república tenía ministros, presupuestos, armas, cónsules y jueces, pero todo se basaba en el puro voluntarismo, sin fundamento legal, sin sedes oficiales. El Sinn Féin había afirmado en contra de la realidad que la república irlandesa existía. Y la fe en que eso era verdad estaba haciendo realidad, como dijo el periodista británico de izquierdas H. N. Brailsford, “ese Estado invisible”. Dos años más tarde, esa ya no tan “imaginada” república irlandesa y Gran Bretaña firmaron lo que en la primera se conoce simplemente como el Tratado, por el cual se fundaba el Estado Libre Irlandés, que dispondría de autogobierno pero seguiría dentro de la “comunidad de naciones conocida como Imperio británico”, dice Townshend. El nacionalismo irlandés se dividió y se produjo una guerra civil entre quienes consideraban que eso era un avance hacia una independencia futura, total e ineludible, y quienes creían, entre ellos los miembros del IRA, el ejército republicano irlandés, que se trataba de un paso insuficiente. La guerra la ganaron los partidarios del tratado; con el apoyo, paradójico e incómodo, de Reino Unido al Gobierno independentista irlandés, que estaba a favor del acuerdo. Un año después, hace un siglo, el Estado Libre Irlandés se constituyó legalmente. Dejó de ser invisible. En la década siguiente, Reino Unido renunció a los poderes que le quedaban sobre el sur de la isla y retuvo los que tenía en el norte, cuyos condados hasta ahora nunca han querido integrarse en la república. En 1937 el Estado Libre cambió de nombre y se convirtió, simplemente, en Irlanda, un país soberano y completamente independiente.
The Republic. The Fight for Irish Independence es un brillante relato histórico que rehúye las narraciones míticas y martirológicas que han dominado buena parte de la versión nacionalista de la historia irlandesa. Cuenta lo sucedido en los cinco años que van de 1918 a 1923 como una sucesión de traiciones, de batallas intelectuales y de sangre, de muestras de incapacidad política por parte de los representantes de Westminster. Y es también la historia de la asombrosa testarudez de los líderes irlandeses que, incluso con una guerra civil de por medio, convirtieron un “Estado imaginado” en un “Estado real” cuyos problemas relacionados con la violencia, con todo, no terminaron con la división y la independencia. Y cuya historia aún podía dar un giro más si se constata que los condados del norte ven cada vez con más naturalidad una reunión con los vecinos del sur. Para un lector español, además, el libro de Townshend resulta muy útil para advertir hasta qué punto el nacionalismo vasco y el catalán han intentado copiar las tácticas y las actitudes con las que el nacionalismo irlandés consiguió su independencia.