Durante décadas, la vida política en Irán estuvo marcada por la confrontación interna entre diferentes sectores que con el pasar del tiempo se fueron reduciendo hasta quedar limitados al ala moderada/reformista –hoy silenciada, por no decir desaparecida–, y la conservadora/radical. Las críticas entre uno y otro bando, muchas veces llevadas al extremo como sucedió durante el gobierno de Hasan Rohaní, creaba la sensación –al menos en apariencia– de cierta vitalidad. De que existía un debate político abierto sobre la dirección que debía tomar el país; de que seguían existiendo unas instituciones de carácter democrático que, a pesar de las limitaciones y restricciones extremas, sí podían darle un matiz determinado a la vida diaria del país. Todo esto dentro del marco de la República Islámica de Irán; eso no tiene cuestionamiento.
La llegada a la presidencia, en el verano de 2021, del clérigo de tendencia radical Ebrahim Raisi en unas polémicas elecciones que despertaron el más bajo interés en la historia de la República Islámica eliminó esa sensación de debate interno y dio paso a una monotonía narrativa de la que solo se sale cuando los más radicales critican al ya radical gobierno por su laxitud, especialmente en las negociaciones que han tenido lugar en Viena para revivir el llamado Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA) firmado en 2015. Eso sí, siempre escapando de aquellos discursos inquisidores a los que fue sometido el gobierno anterior cuando, entre otras cosas, se señalaba a ministros como Mohammad Javad Zarif de haber sido seducidos por Occidente. O de tener a la población en la ruina.
En la actualidad, Irán está gobernado por un solo bloque que si bien no es una unidad inquebrantable –como a muchos les gustaría mostrar–, por el momento intenta mantener la cara para salir a flote de los problemas estructurales y extremadamente profundos que podrían atentar contra su supervivencia. Los flancos abiertos son múltiples, cada vez son más las protestas de agricultores movilizados, entre otras razones, por las políticas de distribución de recursos hidráulicos y la escasez de agua convertida en un problema de seguridad nacional; los maestros, los jueces y decenas de colectivos inconformes por la precariedad laboral en un país donde la inflación –a falta de cifras fiables– supera al menos el 50%, e incluso algunos apuntan a que supera el 90%. Al menos un tercio de la población iraní ha pasado a vivir en la pobreza: alrededor de 30 millones de personas sobre un total de 87 millones.
Y si bien la población es consciente de que las sanciones impuestas en 2018, cuando Donald Trump decidió retirar a Estados Unidos del acuerdo nuclear, tuvieron un gran impacto en la situación económica del país y que esta terminó por agravarse con la pandemia, también señalan como responsables a factores como la corrupción –contra la que dice intentar luchar este nuevo gobierno– y el mal manejo gubernamental de los recursos e instituciones del Estado. El mismo Líder Supremo ha reconocido que las políticas internas no han sido muchas veces las correctas. Pero la situación política actual añade un problema adicional. Si bien antes había sido fácil para el sistema, incluido el Líder Supremo y el mismo Parlamento, culpar al gobierno de turno por temas como el mal desempeño económico –como se hizo en los últimos ocho años con Hasan Rohaní–, ahora resulta imposible repetir la misma táctica, simplemente porque son ellos mismos los que controlan el país. Criticar al gobierno de Raisi sería reconocer la misma incapacidad del Régimen para solucionar esos problemas que antes criticaba. De los 290 escaños parlamentarios, al menos 221 están ocupados por representantes del sector radical.
El sistema se ve ahora como un bloque prácticamente unitario, más autoritario, más intransigente, más nervioso y rígido que nunca
Y en este punto es importante hacer un inciso para destacar que esto podría cambiar en cualquier momento. Si algo ha quedado claro en las últimas cuatro décadas en la República Islámica es que el sistema no tiene problemas en destruir a sectores de su círculo –incluso los más allegados– con el objetivo de garantizar su supervivencia. Todos los presidentes han terminado por caer en desgracia: Hasan Rohaní –que, aunque moderado, pertenecía a las entrañas del Nizam (el sistema)– ha desaparecido completamente del panorama nacional desde agosto; Mohamad Jatamí ha pasado a ser casi un paria cuya imagen está vetada en los medios del país. Esto lleva a que algunos analistas locales crean que este matrimonio perfecto entre el Nizam y el presidente Raisi pueda acabarse en el momento en que la situación se vuelva insostenible, si es que llega a suceder. Para nadie es un secreto que el presidente ha tenido dificultades para satisfacer las exigencias de ese amplio sector conservador/radical que, a pesar de sus desencuentros, ha cerrado filas para apoyarlo. La disputa entre esos bandos por tener un lugar privilegiado en el gobierno ha llevado a que hasta hoy algunos cargos sigan vacíos.
Por el momento esa estructura monolítica con la que se proyecta el Nizam ha tenido un enorme impacto en la sociedad, cada vez más desesperanzada. A la pobreza y a la reducción de la capacidad económica de la clase media –que ha sido uno de los grandes pilares de Irán– se suma la percepción de que se han cerrado las puertas para cualquier alternativa política que no pertenezca al sector radical. La esperanza de un futuro prometedor, aunque lejano, parece haber desaparecido. El sistema se ve ahora como un bloque prácticamente unitario, más autoritario, más intransigente, más nervioso y rígido que nunca. Este factor sumado a la pandemia disparó la inmigración, como ya había sucedido después de las protestas masivas de 2009 y la represión posterior. Y también disparó la depresión. Alireza Zali, responsable de la respuesta al Covid-19 en Teherán, aseguró hace poco que al menos un tercio de la población sufre alguna clase de desorden mental.
En cuestión de meses, miles de personas –tal como está sucediendo en otras regiones de Oriente Medio– reactivaron sus planes para abandonar el país. Las alternativas en esta ocasión ya no solo incluían Estados Unidos, Canadá, Australia o Europa, como en el pasado. Ahora el abanico de opciones comienza por Turquía –los iraníes es la nacionalidad extranjera que más ha invertido en bienes inmuebles en el último año– y se extiende a otros países como Armenia, Georgia o allí donde tuvieran oportunidad de ser aceptados. “Aquí no hay nada que hacer”. “Se han muerto las esperanzas”, argumentan aquellos que han decidido abandonar un país que, ya desde hace décadas, oscila entre una alegría extrema –los iraníes se caracterizan por su sentido del humor y su pasión por divertirse– y la tristeza que exalta el régimen como virtud.
Esta situación económica y social de la que el Nizam es mucho más consciente de lo que expresa, es una de las tantas razones para que se haya tomado la decisión de continuar con las conversaciones para reactivar el acuerdo nuclear, a pesar de que este movimiento va en contra de la posición del sector radical que gobierna actualmente.
Regreso del JCPOA
El gobierno entrante se ha tenido que enfrentar a la dicotomía de darle nueva vida a un pacto al que, como la mayoría del sector radical, se opuso en su momento. Si para Trump el JCPOA era un desastre, también lo era para los radicales iraníes que catalogaron al equipo negociador de “débiles”. El Líder Supremo volvió a recordar en enero de 2022 que el JCPOA era débil y criticó al gobierno moderado de Rohaní por haber hecho concesiones. Pero el arte de la política es saber cambiar las narrativas en su beneficio. Y en esto los clérigos que gobiernan Irán desde 1979 han demostrado a lo largo de estas décadas que son unos maestros. Es así como siete meses después de que Raisi tomara posesión, el sistema se encuentra frente a la decisión final de regresar a un pacto cuyas negociaciones se retomaron más de cinco meses después de haber llegado al poder.
Irán ha vuelto a incrementar la venta de petróleo, gracias al apoyo de China, con quien ha firmado un acuerdo de cooperación para 25 años
Para liderar el nuevo equipo negociador se designó a Ali Bagheri Kani, un veterano diplomático perteneciente a una familia de las entrañas del régimen que ya había sido parte del grupo liderado por Said Yalili durante el gobierno del expresidente Mahmud Ahmadineyad. Aquel equipo fue conocido por su reticencia a que las conversaciones avanzaran, lo que hizo temer que Bagheri Kani, quien había sido uno de los grandes críticos del JCPOA, repitiera la misma dinámica. Lo que ha sucedido de cierta manera. Los otros equipos negociadores en Viena han señalado que Irán ha querido extender en el tiempo las conversaciones que habían progresado con cierta agilidad cuando el gobierno de Rohaní todavía estaba al mando. También han denunciado que, en estos meses, Irán ha avanzado a gran velocidad en su programa nuclear y que Teherán se muestra más beligerante y belicoso en actividades regionales. Algunos expertos consideran que Irán tardaría seis meses en dar el paso a un arma nuclear, en caso de que así lo decidiera. El Líder Supremo ha vuelto a insistir en este proceso que el programa nuclear tiene una finalidad pacífica y que en el islam las armas atómicas están prohibidas.
Pero la desconfianza entre ambas partes es cada vez mayor, especialmente desde Irán que, en estos años, ha sido testigo de cómo sus enemigos han asesinado a dos de las principales figuras de su sistema de defensa. Al asesinato del general Qasem Soleimani en enero de 2020 por un dron estadounidense en Irak, le siguió 10 meses después el de Mohsen Fakhrizadeh, considerado uno de los padres del programa nuclear iraní. El científico fue asesinado en Irán, en una zona cerca de Teherán donde muchos integrantes del régimen tienen su segunda residencia y a plena luz del día. Se suman diversos sabotajes a instalaciones nucleares como el sucedido en la planta de Natanz en abril de 2021.
Para entender cómo se ha llegado hasta aquí hay que remitirse a 2018 cuando el entonces presidente Trump decidió retirar a Estados Unidos del acuerdo nuclear, al que catalogó de “desastre”, e imponer sanciones económicas que incluían la prohibición de Irán de vender su petróleo. Hasta la invasión de Rusia en Ucrania el pasado 24 de febrero, las sanciones a Teherán fueron consideradas las más duras a las que jamás había estado sometida una nación. Después de esperar un año a que los países firmantes de la Unión Europea cumplieran con su promesa de ayudar a aliviar los efectos de las sanciones económicas –especialmente vender su petróleo–, Irán comenzó poco a poco a retroceder en sus compromisos nucleares. Por ejemplo, ha aumentado el número de centrifugadoras avanzadas y actualmente enriquece uranio al 60%. Una cifra inmensamente mayor que la estipulada en el JCPOA que limita el enriquecimiento al 3,67%.
Irán nunca ha perdido de vista que fue Trump quien se retiró del JCPOA sin ninguna justificación y ha exigido no ya que EEUU dé el primer paso para lograr la activación –como por ejemplo el levantamiento de la totalidad de las sanciones económicas– sino también la confirmación de que un nuevo gobierno en Washington no volverá a destruir lo firmado. Exigencia a la que el gobierno del presidente Joe Biden no se puede comprometer y que se ha convertido en uno de los puntos más difíciles en la mesa de negociación. Irán también plantea que no firmará un nuevo JCPOA sino que revivirá el existente, y para esto han tenido que volver a discutir punto por punto. La desconfianza, la exigencia, las dudas de Washington y de Teherán han extendido las conversaciones hasta marzo, mes que todos se habían puesto como límite. Al cierre de este artículo, y cuando las partes dicen que el acuerdo está listo en un 98%, todavía existe la posibilidad de fracaso. [Rusia exige recibir garantías de que las sanciones por su invasión de Ucrania no afecten a sus negocios con Irán]
Circunstancias diferentes
Pero más allá de lo que se debata en el papel, la realidad actual de Irán es totalmente diferente a la que se vivía en 2015 cuando se discutían los últimos puntos del acuerdo que pasaría a llamarse JCPOA. El valor de las divisas no ha fluctuado dramáticamente como entonces, en una muestra de que las expectativas frente a lo que pueda suceder con la firma del acuerdo no solo no son altas, sino que hay una gran conciencia de que, en caso de reanudarse, el pacto no traerá milagros para el país. Ya no se espera que el JCPOA, entre otras cosas, sea esa puerta hacia la modernización de la infraestructura o la llegada de inversión extranjera que ayudará a vitalizar la decaída economía, tal como prometió en su momento Rohaní cuando convencía a la población de los beneficios del acuerdo. En esta ocasión, los empresarios y comerciantes son mucho más realistas, saben que el cambio radical que se esperó en aquel momento no llegará. Lo mismo sabe la población.
Pero, paralelamente, hay una gran conciencia de que lo peor ha quedado atrás. Aquella política de “máxima presión” contra Irán no tuvo los efectos buscados por Donald Trump cuando intentó poner el sistema contra las cuerdas, especialmente al bloquear la venta de su petróleo. La economía sigue sufriendo como se ve en las calles de las principales ciudades, incluido Teherán, donde el comercio está bastante tranquilo en las semanas previas al Año Nuevo persa. Las protestas por la mala situación económica siguen siendo una constante entre los diferentes colectivos, pero dentro del Nizam existe la impresión de que lo peor ha pasado. Y no solo eso, se sienten más fortalecidos en algunos aspectos, especialmente en el área de defensa. Para algunos analistas, el avance en este campo desde 2018 ha sido “destacado”. Esto se da especialmente en el programa de misiles y drones que ha distribuido a su vez entre sus aliados regionales como Hezbolá en Líbano. La tensión con Estados Unidos, la posición de países que integran el Consejo de Cooperación del Golfo que durante años extremaron su presión contra Irán y la firma de los acuerdos de Abraham con Israel afianzaron la certeza de Irán de que debía fortalecer su programa de defensa.
Casi cuatro años después de que Trump le pusiera la soga en el cuello, Irán ha vuelto a incrementar la venta de su petróleo, especialmente gracias al apoyo de China, país con el que firmó un acuerdo de cooperación para los próximos 25 años. Según estimaciones de tres rastreadores de petroleros, en enero las importaciones chinas superaron los 700.000 barriles por día (bpd), por encima del pico de 623.000 bpd registrado por las aduanas chinas en 2017. Si bien este petróleo se vende a un precio mucho más bajo que el que estipula el mercado –no es gratis que se haga por canales no oficiales–, ha servido para dar un respiro a la República Islámica. Según el Banco Mundial, Irán creció un 3% en 2021 y prevé que para 2022 crezca un 2,3%. Se espera que, si se revive el acuerdo, pueda vender más de un millón de barriles al día. Esto sería un gran empujón para Teherán en un momento donde el precio del petróleo sobrepasa los 100 dólares.
La relación con China es el pilar de un giro hacia el Este de la política exterior de la República Islámica que, desde sus comienzos, ha defendido un equilibrio frente a Occidente y Oriente. “No to West, No to East”, defendió el ayatolá Ruholá Jomeini en su momento. El gobierno de Ebrahim Raisi, a su vez, ha firmado un acuerdo similar con Rusia y no pasó un semestre antes de viajar a Moscú a visitar al presidente Vladímir Putin. Existe claramente la creencia que esa inquietud de gobiernos pasados, especialmente del encabezado por Hasan Rohaní, de buscar lazos con Occidente no tuvo ningún resultado positivo. Por el contario, las presiones no dejaron de llegar y los países europeos, al final, no hicieron ningún esfuerzo por ayudar a Irán frente a la política hostil de Donald Trump./