El desorden en las calles, la lenta recuperación de los servicios públicos más elementales como agua y electricidad, las dudas sobre el consejo provisional de gobierno y sobre la actitud de la mayoría chiita, además del diario goteo de víctimas americanas describían, al cierre de esta edición, un incierto panorama en Irak. Al mismo tiempo, se sucedían las revelaciones sobre la manipulación, por parte de los gobiernos americano y británico, de la información suministrada por sus servicios de inteligencia respecto a la amenaza planteada por el régimen de Sadam Husein. Las dificultades sobre el terreno en Irak sumadas a la no demostrada vinculación de Sadam con Al Qaeda, así como a la infructuosa búsqueda de las armas de destrucción masiva –las dos causas de la guerra– complican el futuro político del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y del primer ministro de Reino Unido, Tony Blair.
Lo que está en juego no es sólo Irak, ni tampoco Oriente Próximo. Es la definición de un nuevo orden mundial –o de un mayor caos– lo que resultará de la evolución de los acontecimientos durante los próximos meses. Hay razones para el optimismo. La sociedad americana difícilmente permitirá que el radicalismo de los neoconservadores se mantenga durante mucho tiempo: si la doctrina Bush se puso a prueba en Irak, probablemente haya encontrado también en ese país su fin. Lo grave es que los peligros del megaterrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva existen, por lo que si se confirmase que Irak no ha sido más que una distracción del verdadero problema –Al Qaeda– estaríamos ante una notable muestra de irresponsabilidad política.
Se acerca el arranque de una campaña electoral en Estados Unidos cuyo resultado será más que nunca decisivo para el resto del planeta. Incluso si Bush es reelegido, el…