CUANDO se escriben estas líneas, el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, acaba de regresar a Nueva York de su misión a Bagdad. El acuerdo logrado con Sadam Husein elimina, de momento, el riesgo de lo que parecía una inminente guerra en el golfo Pérsico. El respiro se ha sentido no sólo en Oriente Próximo o Europa, también en Estados Unidos, donde sus autoridades estaban dispuestas a poner en marcha una operación militar sin un propósito estratégico bien definido. Comenzaban a apreciarse divisiones en la opinión pública mientras un sentimiento de solidaridad árabe se dirigía hacia el pueblo iraquí. La tensión, sin embargo, no podrá darse por concluida mientras Sadam Husein siga al frente de Irak.
La intervención de Annan revitaliza el papel de las Naciones Unidas, más necesitadas que nunca de la estima de los gobiernos, pero el juego diplomático de los últimos meses ha sido revelador de las realidades del mundo de la posguerra fría, y en particular de la primacía norteamericana. Su despliegue militar –lo ha reconocido sin recato el propio Annan– ha sido clave para forzar la voluntad de Sadam. El papel de EE UU y su actitud no han dejado de estar en discusión, pero no resulta difícil comprender la descripción del presidente Clinton de su país como la potencia “indispensable”. Sin embargo, hay naciones europeas –no sólo Francia– no dispuestas a inclinarse, sin más, ante los dictados de la máquina militar norteamericana. Francia ha pedido y conseguido la intervención in extremis del Consejo de Seguridad, de la que ha surgido la del secretario general. Ha sido un triunfo, provisional pero cierto, de la diplomacia sobre las armas. El presidente Clinton ha sido muy cauto y ha apoyado, inteligentemente, la gestión de Kofi Annan, propuesta por Francia y Rusia. En Irak, puede afirmarse…