La gravedad de la situación en Afganistán ha sacudido todos los aspectos de la vida, por lo que resulta oportuno reflexionar sobre las cuestiones relativas al sufrimiento desproporcionado de los grupos más vulnerables, el papel de la sociedad civil afgana para abordar estos agravios, los canales de desobediencia civil y la solidaridad internacional.
Con el propósito de obtener una perspectiva endógena sobre estos asuntos, AFKAR/IDEAS ha tenido la oportunidad de hablar con dos activistas afganas de la organización Women for Afghan Women (WAW), que están involucradas en la defensa de estas causas: Fatima Rahmati y Nilab Nusrat.
Al reflexionar sobre el actual calvario al que se enfrenta el país, Fatima Rahmati afirma que “este es el inicio de un periodo muy oscuro para Afganistán. La historia nos lo dice”, mientras busca activamente la manera de defender los derechos de los afganos desde Nueva York. Nilab Nusrat, que ahora vive a través de los ojos de su familia que está en Afganistán, revela que su casa “se ha convertido en una prisión”, y añade: “mi familia está racionando los alimentos, intentan comer solo una vez al día para poder ahorrar dada la incertidumbre de la situación”.
Habiendo nacido y al haber sido desplazadas de Afganistán a una edad temprana, tanto Rahmati como Nusrat aportan una visión perspicaz de los problemas cotidianos a los que se enfrentan los afganos tanto dentro como fuera del país. Rahmati, que se crió entre Afganistán, Australia y Estados Unidos, no es ajena a la defensa de los derechos, ya que ha trabajado en el ámbito de la educación, la justicia social y la filantropía, y ha formado parte del International Refugee Assistance Project, en Afghan Hands, y actualmente de WAW. Nusrat, que también fue desplazada cuando era pequeña, vivió en Afganistán, Pakistán y Estados Unidos, defendiendo y apoyando a mujeres, niños y otras poblaciones marginadas desde WAW, y como asistente en materia de desarrollo y comunicaciones en United Neighbourhood Houses de Nueva York.
Ambas activistas coinciden en insistir en que la ideología talibán no ha cambiado, especialmente a la luz de las recientes declaraciones de los talibanes comprometiéndose a evolucionar en asuntos relacionados con la vida social y los derechos civiles. Nusrat se posiciona claramente: “Realmente no creo que los talibanes hayan cambiado en absoluto, siguen hablando como lo hacían cuando tomaron el control de Afganistán en 1996… en cualquier caso ahora están más organizados y son más ágiles con los medios de comunicación”.
Nusrat añade que han convertido las redes sociales en un arma para ampliar su base y para monitorizar el contenido que comparte el público en general. Continúa relatando un incidente que vivió una amiga suya que trabajaba en las noticias locales en Afganistán, quien afirma que fue objeto de amenazas por parte de los talibanes, que le plantearon un ultimátum: “retratarlos de una manera concreta o enfrentarse al cierre del canal y, a la postre, a la muerte”.
De forma similar, Rahmati reitera esta narrativa: “hay mucha propaganda en juego. Quieren presentarse como distintos, evolucionados. Sin embargo, vemos que esto sencillamente no es verdad”. Continúa exponiendo brevemente las injusticias y perjuicios a los que se ha enfrentado y a los que se sigue enfrentando la sociedad afgana: “las niñas de sexto curso en adelante no pueden ir a la escuela. Las mujeres no pueden trabajar en la mayoría de sectores… El Ministerio de la Mujer ha sido sustituido por el Ministerio del Vicio y la Virtud. Las comunidades hazaras y chiíes están siendo atacadas y desplazadas”. Lo que puede ser diferente, lamentablemente, añade Rahmati, es que los talibanes “seguirán oprimiendo y llevando a cabo ejecuciones y amputaciones de manos, pero esta vez no lo harán en público”.
Aunque los afganos en conjunto no son ajenos a los crímenes de los talibanes, se puede afirmar que algunos segmentos de la sociedad han sufrido más que otros y de manera desproporcionada, generando así una cultura de interseccionalidad del sufrimiento. Las cuestiones de identidad son clave en la experiencia de los individuos. Nusrat sostiene que “hay tres cuestiones de identidad que determinan el poder que tienes y lo que puedes o no puedes hacer: tu género, tu estatus familiar y tu etnia”.
«Los talibanes no han cambiado, pero ahora son más ágiles con los medios de comunicación
La opresión y el terror impuesto sobre las mujeres es quizás el tema por el que más se conoce a los talibanes. Rahmati expresa su temor ante esta realidad continuada, exclamando que “la mitad del futuro del país, sus vidas, sus libertades y sus derechos humanos están en juego. Lo que realmente significa que el futuro de todo el país está en juego”. Pese a las declaraciones de los líderes talibanes prometiendo supuestamente un cambio de ideología en torno a los derechos de las mujeres, la realidad no lo refleja. Las mujeres no pueden trabajar en la mayoría de los sectores, y a las que sí que se les permite trabajar, se les imponen normas estrictas.
Rahmati deja muy claro que, si hay algún cambio a mejor, no es “un cambio proveniente de los talibanes, sino que las mujeres afganas han conseguido construir vidas a las que no están dispuestas a renunciar”. Nusrat explica el caso de su hermana, que vio truncados sus anhelos de estudiar Periodismo en la Universidad de Kabul cuando le prohibieron volver en agosto. En esta realidad, las mujeres que, como la hermana de Nusrat, quieren dedicarse al periodismo, no solo son objeto de ataques por su género, sino también por su trabajo. Como dice Rahmati, “los periodistas y la libertad de prensa están en el punto de mira y más de 250 medios de comunicación han cerrado en los últimos tres meses.”
En cuanto a las vulneraciones étnicas, “los hazaras y los panshiris están muy marginalizados y fuertemente discriminados”, comenta Nusrat. Históricamente, la minoría étnica musulmana chií, los hazaras, ha sido brutalmente oprimida, asesinada, deshauciada y desplazada por los talibanes. La focalización violenta en grupos étnicos y religiosos es otra realidad interseccional de sufrimiento que debe tenerse en cuenta al abordar el dominio talibán.
En cuanto a las consecuencias humanitarias, Nusrat explica su preocupación por las condiciones de los refugiados, e insiste en diferenciar entre “la gente que tenía medios, dinero y contactos y pudo salir de Afganistán, y la gente más pobre que no pudo conseguir un pasaporte y fue desplazada de una provincia a otra”. A pesar de la distinción entre desplazamiento interno y externo, y de las interseccionalidades que cada forma encierra, en última instancia subraya que todos los refugiados se encuentran en la misma situación de incertidumbre, agravada por la falta de ayuda humanitaria en Afganistán, que empeora en gran medida la situación de los que siguen en el país. Esto, como señala Rahmati, es especialmente crítico para las mujeres, ya que hay “muy pocas mujeres trabajando en asistencia humanitaria, lo que significa que muchas familias morirán de hambre, puesto que en Afganistán hay muchas familias encabezadas por viudas”.
Además, reflexiona sobre el papel de los actores internacionales a la hora de afrontar la crisis humanitaria: “Los que provocan la existencia de refugiados, tienen que ser los que los acogen”, haciendo referencia a la anterior implicación de los países occidentales en Afganistán y reiterando su responsabilidad ahora para aliviar la situación.
«Las mujeres afganas han conseguido construir vidas a las que no están dispuestas a renunciar»
En este sentido, la pandemia provocada por la Covid-19 pone de manifiesto la falta de acción del gobierno en materia sanitaria, en un país donde no se distribuyen vacunas y donde gran parte de la población no tiene suficiente información ni ahorros para confinarse. Nusrat habla de los campos de refugiados en este contexto, ya que “están saturados y allí es imposible mantener medidas sanitarias de seguridad”.
Ante las dificultades internas para hacer frente a la crisis, Nusrat es clara y afirma que “la comunidad internacional tiene que dar el paso crucial de dejar de ignorar a los talibanes y olvidarse de Afganistán. Esa no es una opción”. Se trata, subraya, de una cuestión controvertida, ya que “la comunidad internacional no quiere financiar el terrorismo” y entre los afganos existe un dilema entre tratar a los talibanes como una organización terrorista o como el gobierno legítimo.
En este sentido, Nusrat aboga por actuar dentro de las posibilidades que la situación ofrece y sacarle el máximo rendimiento posible: “ojalá tuviéramos mejores alternativas, pero ahora mismo no hay otra opción”. Otro paso esencial que debe darse desde la perspectiva internacional –coinciden ambas activistas– es el retorno de las organizaciones humanitarias internacionales a Afganistán. “Estados Unidos y la comunidad internacional entraron en el país y se marcharon 20 años más tarde de forma catastrófica; lo mínimo que pueden hacer ahora es abrir sus puertas a las mismas personas que sufren las consecuencias de sus acciones”.
La asistencia humanitaria supone un paso necesario para conseguir crear una sociedad activa progresivamente, “creo que una vez que se garantice la supervivencia, la gente se sentirá empoderada para protestar o pensar en los siguientes pasos. Cuando se tiene hambre, no se piensa en la defensa de derechos; lo primero que se necesita es comida”, afirma Nusrat, insistiendo una vez más en la falta de servicios esenciales como una de las prioridades a abordar.
En un contexto en que la protesta supone un riesgo vital, “la gente se siente más segura para protestar y manifestarse en la red en lugar de hacerlo en las calles, donde saben que podrían matarles”. Así, Nusrat destaca la importancia que tienen los canales de Facebook y YouTube en las manifestaciones virtuales, aunque también reconoce las posibles limitaciones que pueden tener estos canales en regímenes represivos e inestables. Rahmati, por su parte, defiende la diversidad de formas de protesta al alcance: “podemos boicotear, podemos desinvertir, podemos manifestarnos, podemos firmar peticiones, llamar la atención de los representantes; hay gente que hace huelgas de hambre, campañas en las redes sociales, irrumpir en las asambleas políticas. A veces, el simple hecho de arrodillarse aúpa a un movimiento más de lo que podrían hacerlo muchas manifestaciones”.
La solidaridad con la sociedad afgana y en el seno de la misma, añaden las activistas, será esencial para estructurar movimientos civiles y construir mecanismos de cambio. En este sentido, Rahmati subraya que la solución a la opresión de las mujeres va más allá de la lucha de las mujeres, y debe interpelar e implicar a otros segmentos de la sociedad, aliados y movimientos solidarios que “pueden elevar las voces y las historias de las mujeres afganas. Pueden dar sus micrófonos, sus asientos y espacios a las mujeres afganas”. Rahmati se refiere al papel de los hombres mientras que Nusrat destaca el deber de acogida para no dejar que “los afganos languidezcan en campos de refugiados durante años. Eso es inhumano”.
Aunque Rahmati y Nusrat hablan con profesionalidad de la situación en Afganistán, sus vidas y carreras personales se han visto gravemente afectadas y moldeadas por esta crisis. Ambas comparten un trasfondo de desplazamiento forzado que condiciona su capacidad para actuar desde su lugar de residencia. “Para muchos de nosotros en la diáspora existe una inmensa culpa por tener los privilegios de los que disponemos y, a muchos de nosotros, eso nos impulsa aún más a trabajar. No estoy en el país. No vivo la realidad diaria de las mujeres que siguen ahí. Debemos escucharlas, ellas son las que mejor saben lo que necesitan,” dice Rahmati.
Nusrat, por su parte, destaca la fuerza que surge de la sociedad afgana a pesar de la opresión continua: “desgraciadamente no creo que los talibanes vayan a irse a ninguna parte, pero en lo que soy optimista es en que el pueblo afgano se levantará, incluso bajo los talibanes, e intentará presionar para lograr un régimen talibán mejor. Sacarán el máximo partido de la terrible situación en la que se encuentran”.