Dos asuntos centran el debate en torno al futuro de la Inteligencia Artificial (IA). Uno de ellos es el temor a la singularidad, es decir, el momento en que la IA superaría a la inteligencia humana, escapando de su control, lo que tendría efectos quizá desastrosos. El otro asunto tiene que ver con la preocupación de que una nueva revolución industrial lleve a las máquinas a sustituir a los seres humanos en la mayoría de áreas laborales, desde el transporte hasta el ejército, pasando por la atención sanitaria.
Existe, además, una tercera vía por la que la IA promete reformar el mundo. Capacita a los gobiernos a entender mejor la conducta del ciudadano y le permite supervisar y controlar a la población más estrechamente que nunca. Esta realidad ofrece a los países autoritarios una alternativa posible a la democracia liberal por primera vez desde la guerra fría, lo que podría desencadenar una renovada competencia global entre los distintos sistemas sociales existentes.
Durante décadas, la mayoría de teóricos políticos han creído que el único camino hacia el progreso económico sostenido era la democracia liberal. Los gobiernos pueden reprimir a su ciudadanía y quedar relegados de forma indefinida a la pobreza o conceder libertades y cosechar los subsecuentes beneficios económicos. Algunos países represores logran que sus economías crezcan durante un tiempo pero, a la larga, el autoritarismo siempre conduce al estancamiento. La IA apunta al fin de esa dicotomía, pues en teoría permitiría que países grandes y económicamente avanzados pudieran enriquecer a su ciudadanía sin perder el control sobre ella.
Ciertos países van ya en esta dirección. China, por ejemplo, ha comenzado a construir un Estado digital autoritario que se apoyaría en un “sistema de crédito social” y en el uso de herramientas de vigilancia y aprendizaje automático, encaminadas a controlar a…