La pequeña y compleja Bélgica es una muestra a escala de las incertidumbres de la gran Europa. Sin una auténtica historia nacional compartida, sin lengua común y sin gobierno desde las elecciones de junio, 10 millones de ciudadanos se cuestionan la viabilidad de su Estado.
El 10 de junio de 2007 los belgas acudieron a las urnas para elegir su Parlamento federal. Los resultados, como es norma invariable en un sistema extremadamente pluripartidista en el que la formación más votada ni siquiera alcanza el 20 por cien de los escaños, supusieron el arranque de una difícil negociación para intentar conformar un nuevo gobierno de coalición. Durante cinco meses de incertidumbre los ciudadanos y políticos belgas, y en buena medida del resto de Europa, han asumido que lo que se ha estado discutiendo no era sólo un arduo acuerdo de investidura sino la viabilidad misma de ese Estado.
Considerando que Bélgica es un país próspero –con casi 40.000 dólares de PIB per cápita, que le sitúan por delante de Francia, Alemania y Japón– y teniendo en cuenta el carácter diplomático de su capital –que acoge la sede principal de la Unión Europea, de la OTAN y de otro centenar de instituciones internacionales– esta crisis ha adquirido una destacada relevancia para los analistas políticos del mundo occidental.
Bélgica es un pequeño reino de apenas 30.000 kilómetros cuadrados en el que viven algo más de 10 millones de personas. Ese contraste entre población y reducidas dimensiones –similares a las de, por ejemplo, Galicia– le convierte en uno de los Estados más densos de la UE. Y, aunque acomodar a sus más de 300 habitantes por kilómetro cuadrado puede resultar complejo, la auténtica dificultad para la convivencia belga reside en la pluralidad lingüística que la divide casi en dos: el 60 por cien de…