El balance de la presidencia española de la UE en el primer semestre de 2010 es agridulce. Una gestión eficaz ha permitido la exitosa puesta en marcha del Tratado de Lisboa. El dificilísimo contexto económico ha limitado, sin embargo, las altas expectativas iniciales.
El lema elegido para la cuarta presidencia española del Consejo de la Unión Europea llamaba a “Innovar Europa”. No era, en principio, un mal lema. La realidad de la UE en el primer semestre de 2010 se caracterizaba por la necesidad de innovar mucho en los tres ámbitos tradicionales a los que toda presidencia rotatoria debe prestar atención: dimensión institucional, económica y exterior.
En la dimensión institucional, tras la reciente entrada en vigor del Tratado de Lisboa y el nombramiento de los dos nuevos altos cargos estables –presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, y alta representante de Asuntos Exteriores, Catherine Ashton–, había que poner en marcha las innovaciones más importantes en el funcionamiento institucional de la UE desde, al menos, 1993. Y también resultaba completamente original la forma en que la propia presidencia debía ejercer a partir de ahora sus funciones, con menos capacidad política y visibilidad mediática, pero con más necesidad de asegurar la coordinación del sistema.
En la dimensión económica, la principal prioridad –al menos, así se percibía en enero, cuando aún no era un problema agobiante la deuda soberana de muchos países de la zona euro– consistía en complementar la gestión en el corto plazo de la profunda y duradera crisis, con medidas a medio y largo plazo. Se trataba, en concreto, de renovar la relativamente fracasada Agenda de Lisboa de 2000 tanto en los procedimientos –con mecanismos más eficaces de coordinación y vigilancia– como en el contenido. Y en los contenidos de la nueva Estrategia UE-2020, la innovación estaba precisamente llamada a…