POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 160

Tutsis transportan provisiones el 24 de junio de 1994 en el campo de refugiados de Nyarushishi, en la frontera con Zaire, en Gisenyi, Ruanda. GETTY.

Impunidad e inacción política en Ruanda

Un genocidio no se detiene con ayuda humanitaria. Hay un antes y un después de Ruanda. La falta de respuesta internacional a las matanzas y la masiva asistencia posterior a la crisis de refugiados mostraron hasta qué punto la acción humanitaria puede ser manipulada.
José Antonio Bastos
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Hace 20 años, entre el 7 de abril y el 1 de julio de 1994, en apenas 100 días, más de 800.000 personas, en su mayoría pertenecientes a la minoría tutsi, fueron asesinadas en Ruanda. Se empleó una brutalidad y crueldad inimaginables, la mayoría murieron a machetazos, siguiendo un plan meticuloso. Unas 10.000 personas, según Naciones Unidas, fueron asesinadas cada día, casi siempre por sus propios vecinos o por las milicias Interahamwe, siguiendo instrucciones y bajo la supervisión de las autoridades, la policía y el ejército.

Este horror no llegó de forma inesperada. Sobradamente conocidos e identificables, la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (Radio Télévision Libre des Mille Collines, RTLM) y la revista Kangura, que instigaban al odio contra los tutsis e incitaban a su exterminio desde años antes, intensificaron sus mensajes en los meses anteriores al genocidio. El entrenamiento de los Interahamwe y su presencia eran muy evidentes en 1994. Como relata Alison des Forges, en Leave no One to Tell the Story (Human Rights Watch, 1999), los gobiernos de Francia, Bélgica y Estados Unidos sabían de los preparativos para perpetrar masacres en Ruanda con antelación.

De hecho, el genocidio era perfectamente previsible. Tres meses antes, en enero, en un fax enviado a la Oficina de las Fuerzas de Mantenimiento de la Paz (FPNU) en Nueva York –liderada entonces por Kofi Annan–, el general Roméo Dallaire, comandante de la Misión de la ONU en Ruanda (Unamir), describía en detalle los planes de preparación de exterminio de la minoría tutsi. Este fax y los cinco similares que siguieron, más todas las señales de alerta, fueron ignorados.

El derribo en Kigali del avión del presidente Juvénal Habyarimana, el 6 de abril, desencadenó las masacres. Las organizaciones internacionales presentes en Ruanda –Médicos Sin Fronteras (MSF) entre ellas– y los medios de comunicación tardaron pocos días en confirmar que aquello no eran actos de violencia incontrolada, sino masacres sistemáticas. Mientras el recuento oficial de víctimas realizado por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) superaba las decenas de miles, los medios de comunicación empezaban a ofrecer imágenes y testimonios que no dejaban ninguna duda de lo que estaba ocurriendo.

 

Pasividad y bloqueo

¿Cuál fue la reacción de la comunidad internacional ante este genocidio previsto y retransmitido en directo? La primera, la pasividad: los desesperados mensajes de alerta del general Dallaire fueron ignorados, y cualquier iniciativa suya de intentar controlar la situación antes de que se desencadenara el genocidio fue bloqueada. Luego, una vez iniciado y conocido el horror, se continuó bloqueando cualquier posible respuesta al genocidio. Durante las primeras semanas, la administración estadounidense (con el presidente Bill Clinton al frente) presionó activamente, con la aceptación tácita de Reino Unido y otros países, para que el Consejo de Seguridad de la ONU no utilizara la palabra “genocidio”, y se evitara así tener que tomar medidas concretas para detenerlo. Y para rematar, como si lo anterior no fuera suficiente, la oficina de FMPNU de Annan, tras haber ignorado la información de sus propias fuentes en Ruanda, decidió reducir el contingente de Unamir en un 90 por cien: de 2.500 efectivos a 270. Esta decisión se tomó a los pocos días de comenzar la matanza.

Ante la evidencia abrumadora que seguía acumulándose en forma de cadáveres mutilados apilados en iglesias y carreteras, o flotando en los ríos de Ruanda (con cuerpos que llegaban al vecino Zaire), a mediados de junio, cuando la mayoría de los asesinatos ya se habían cometido, el Consejo de Seguridad finalmente acordó la necesidad de intervenir para detener el genocidio.

Amparada en esta petición del Consejo, Francia, aliada del gobierno que había organizado las matanzas (de hecho siguió suministrándole armas hasta meses después, ya en el exilio en Zaire), organizó una operación militar catalogada como “humanitaria” para “salvar vidas de civiles”. La Operación Turquesa llevó al establecimiento de una “zona de seguridad” que, de hecho, protegió la retirada del ejército ruandés y las milicias Interahamwe que habían liderado el genocidio, frente al avance del Frente Patriótico Ruandés (FPR), grupo rebelde tutsi formado en Uganda. El genocidio terminó cuando el FPR conquistó el país entero, cometiendo también actos de violencia brutal contra los civiles en el proceso.

Con la perspectiva que da el tiempo, muchos se preguntarán ahora por qué el Consejo de Seguridad de la ONU, las fuerzas de mantenimiento de la paz, EE UU y otros gobiernos bloquearon la respuesta al genocidio. Es más, muchos se lo empezaban a preguntar ya entonces. ¿A qué estaban jugando?

Pero justo en aquel momento, la atención de los medios de comunicación, el público y las agencias y organizaciones de ayuda fue desviada, absorbida por la crisis desencadenada por el desplazamiento masivo y altamente disciplinado de más de un millón de ruandeses, que arropaban y a su vez eran controlados por su gobierno y por los Interahamwe. Este torrente humano cruzó las fronteras de Ruanda hacia los vecinos Tanzania y Zaire (hoy República Democrática del Congo), convirtiéndose en refugiados. A esta crisis de refugiados pronto se unió una brutal epidemia, una catástrofe en la que, según datos de The Lancet, 50.000 personas murieron de cólera y disentería. Aquel desastre tuvo un impacto mediático enorme.

La respuesta a esta nueva crisis humanitaria, esta vez sí, fue abrumadora: los países más poderosos consagraron inmediatamente cantidades enormes de dinero. Hasta diciembre de 1994, la comunidad internacional aportó unos 1.400 millones de dólares para responder a la crisis; más de la mitad de esta cantidad fue aportada por la Unión Europea (fundamentalmente su agencia humanitaria, ECHO) y por el gobierno de EE UU (a través de su Agencia de Desarrollo Internacional, Usaid, el departamento de Defensa y la Oficina del Refugiado del departamento de Estado).

Es decir, los mismos gobiernos que apenas unas semanas antes se habían negado a hacer ninguna declaración, ningún gesto político –y ciertamente se habían resistido a comprometer tropas– para salvar de una muerte atroz a centenares de miles de personas de ese mismo país, hacían ahora contribuciones muy importantes para la respuesta humanitaria a la crisis de refugiados. Varios países incluso enviaron unidades médicas de sus ejércitos, los mismos ejércitos que no habían sido enviados a proteger a la población de las masacres.

Esta acción, tan impresionante como contradictoria con el bloqueo activo de cualquier respuesta al genocidio, puede parecer un esfuerzo empujado por la mala conciencia. Pero en realidad fue una cortina de humo perfecta: la atención del público, de los medios y de las instituciones que podían haber empezado a hacer preguntas incómodas sobre la falta de respuesta al genocidio se centró de repente en la nueva “catástrofe humanitaria”.

 

Consecuencias que llegan a la actualidad

Así, tenemos en apenas tres meses la sucesión rápida de tres hechos históricos singulares, con consecuencias dramáticas para las víctimas del genocidio, pero también otras que persisten hasta hoy y afectan a las víctimas de otras crisis en otros lugares del mundo.

El primer hecho es obviamente el genocidio, el acontecimiento histórico más atroz de la historia reciente. Un genocidio meticulosamente preparado en el que alrededor de un millón de personas fueron brutalmente asesinadas a machetazos. Un genocidio anticipado y documentado por los medios de comunicación, las organizaciones humanitarias (entre ellas MSF) y las agencias de la ONU. El segundo hecho es el bloqueo activo de la respuesta de la comunidad internacional a un crimen contra la humanidad masivo y atroz. A menudo se ha definido este bloqueo activo, casi minimizándolo, como negligencia o pasividad. Tal definición minimiza lo ocurrido y es completamente errónea, porque no hubo pasividad, sino todo lo contrario: mucha actividad para bloquear. Si un crimen tan atroz como este se cometiera dentro de la jurisdicción de un país cualquiera, ¿nos conformaríamos con llamarlo negligencia? Desde luego que no: esta obstrucción se consideraría denegación de auxilio, obstrucción a la justicia, e incluso complicidad.

La dimensión internacional podría hacer entendible cierta laxitud pero, aparte de las investigaciones en el Senado belga y la Asamblea Nacional francesa –que no reconocieron ninguna responsabilidad concreta–, no ha habido ninguna comisión de investigación dentro de la ONU o en EE UU, ni depuración de responsabilidades, ni dimisiones de los máximos responsables. Nada de eso sucedió. Este grado de inacción sitúa a las personas responsables de esos errores en una situación calificable como de impunidad. Las recatadas disculpas pedidas por Clinton y las mas tímidas todavía de Annan nada tienen que ver con una depuración de responsabilidades. En el caso de Annan, fue incluso “premiado” con el nombramiento como secretario general de la ONU en 1997, y con el Nobel de la Paz en 2001.

Y el tercer acontecimiento histórico es el caso más evidente de utilización de la ayuda humanitaria por parte de gobiernos e instituciones internacionales, como excusa y maniobra de distracción para esconder la inaceptable inacción política. Este fenómeno no era nuevo, pero la enormidad del error encubierto –los esfuerzos activos por bloquear la respuesta al peor crimen imaginable– y el gran éxito de la distracción sentaron un precedente que sorprendentemente hasta la fecha apenas se ha descrito como tal, y elevaron a cotas inimaginables la talla de los errores ocultables.

Un cuarto acontecimiento, muy ligado al anterior aunque sucedió muchos meses después, fue la mega-evaluación liderada por los principales países donantes para analizar la respuesta internacional a “la crisis ruandesa”. Esta investigación acabaría definiendo las líneas principales de funcionamiento y orientación de la ayuda humanitaria, que siguen siendo muy patentes hoy. La evaluación incluyó tanto la etapa de genocidio como la de la crisis posterior de refugiados, eliminando así la posibilidad de un análisis aislado de la respuesta al genocidio. De todas maneras, en sus conclusiones y recomendaciones, sí se presentaron por separado las recomendaciones sobre la no-respuesta a las masacres. Curiosamente, a pesar de ser una evaluación liderada por las agencias donantes de los países más poderosos, estas recomendaciones nunca tuvieron notoriedad ni mucho menos se aplicaron.

En cuanto a las conclusiones y recomendaciones sobre la respuesta humanitaria a la crisis de refugiados, esas sí que tuvieron un gran impacto, hasta el punto de que hoy es ampliamente aceptado que, en el llamado sistema humanitario, hay un antes y un después de 1994. Esto se debe a que, con esta mitad del problema, la crisis humanitaria, los países donantes se emplearon a fondo para impulsar o imponer las recomendaciones sobre cómo debía ser la ayuda en el futuro. Justo lo que no habían hecho con las recomendaciones sobre la crisis política.

 

La integración de objetivos políticos en la acción humanitaria tiene consecuencias negativas muy importantes

 

El modelo de sistema humanitario propuesto en la evaluación, e impuesto por los donantes, incluyó la estandarización y la preocupación por la calidad, y señaló la importancia de que la acción humanitaria se implicara también en las causas políticas de las crisis y no solo en sus consecuencias. Esto último, que puede ser discutible en muchos casos, es grotesco, casi una broma de mal gusto, cuando hablamos de un genocidio.

La integración de objetivos políticos y de medio y largo plazo en la acción humanitaria ya era una tendencia clara antes del genocidio, pero se consolidó tras aparecer negro sobre blanco en aquella evaluación, y acabó siendo un elemento crucial en la reforma de la ONU. Lamentablemente esta integración ha tenido, y tiene todavía, dos consecuencias negativas muy importantes.

Primero, hace que la acción humanitaria sea vulnerable a la manipulación política. Esta última ha sido extrema en los contextos relacionados con la “guerra contra el terror”, donde las potencias occidentales han instrumentalizado sistemáticamente la acción humanitaria para fines militares. La desconfianza y hostilidad generadas a causa de esta manipulación contra todo lo que se presente como humanitario es hoy día una de las causas principales de que las poblaciones atrapadas en crisis complejas muy politizadas no puedan acceder a la ayuda humanitaria que necesitan de forma desesperada.

Y segundo, la inclusión en la acción humanitaria de ambiciones políticas a medio y largo plazo impuestas por donantes y por un ambiente académico favorable, se ha hecho a costa de una clara pérdida de la capacidad del sistema humanitario de dar respuesta a las necesidades básicas de las personas enfrentadas a situaciones de emergencia, en las que la salud y la vida corren un peligro inminente. La ausencia progresiva de capacidad de respuesta rápida y a gran escala, por ejemplo en agua y saneamiento, distribución de comida o atención médica a las víctimas de conflictos, está llegando a niveles alarmantes en países como República Centroafricana, Sudán del Sur o el este de República Democrática del Congo.

 

Un genocidio se detiene con política

La lección más dura aprendida en el genocidio de Ruanda para el sector humanitario, tristemente corroborada en estos países en el momento de escribir estas líneas, es que no es posible detener la violencia desatada contra los civiles con ayuda humanitaria. Lo dijimos entonces y lo repetimos ahora: no se detiene un genocidio (ni una guerra) con médicos. Esta responsabilidad les corresponde a las instituciones políticas.

Las organizaciones humanitarias deben ser mucho menos complacientes, y reaccionar con rapidez y rotundidad para denunciar al mundo las consecuencias de la inacción política, así como las situaciones en que la acción humanitaria sea utilizada para excusar a la inacción política.

La impunidad por el bloqueo de la respuesta internacional al genocidio de Ruanda ha dejado un mundo donde este tipo de acciones e inacciones no dan lugar a responsabilidades. El mundo recibiría una señal muy diferente si el Tribunal Penal Internacional (TPI) abriera un caso para la búsqueda de responsabilidades legales de las personas e instituciones que decidieron bloquear activamente la respuesta internacional al genocidio de Ruanda en abril de 1994.

Aquel fue un drama brutal y desgarrador. Y la respuesta de la comunidad internacional, una denegación de auxilio ante la evidencia de lo que pasaba, nunca depurada, nunca contestada. Lo que nos quedó fue un mundo en el que la inacción política a la hora de resolver las crisis provoca una acumulación de sufrimiento humano en lugares sin interés, y esto se acepta con total impunidad y sin ningún mecanismo de depuración de responsabilidades.

Además, se debilitó y taró la acción humanitaria para que sirviera de encubridora de la inacción política, para que fuera fácilmente manipulable, dejándola desenfocada y débil, incapaz de responder a las necesidades vitales de las víctimas de conflictos. Miles de personas en República Centroafricana y en Sudán del Sur, entre otros muchos lugares afectados por una violencia atroz, están pagando hoy un precio muy alto por ello.