La ansiedad satura el aire que respiramos. La guerra en Ucrania, la perspectiva del apocalipsis climático, los continuos caprichos de la pandemia, el auge del autoritarismo, la inflación y la escalada del coste de la vida: la lista de problemas urgentes no parece sino crecer. Dada nuestra irresistible preocupación por los problemas del presente, ¿la historia ha pasado a un segundo plano? Difícilmente. Los legados del racismo y el antisemitismo, de la dominación colonial y de las guerras civiles se han cuestionado multitud de veces en los últimos tiempos, planteando cuestiones sobre los monumentos, los nombres de los lugares, los sitios de enterramiento, los objetos de arte y los libros de texto escolares, por nombrar solo algunos de esos vestigios de un pasado ahora cuestionado. La historia es más relevante que nunca, pero ¿la historia de quién y con qué fin?
Los temas contemporáneos siempre influyen en los intereses de los historiadores en un grado u otro. Cuando yo era estudiante, en los años sesenta, los historiadores estaban redescubriendo la contribución de la gente corriente a los grandes acontecimientos. Escribí mi tesis doctoral y mi primer libro sobre los hombres que habían dado forma a la Revolución Francesa de 1789 a nivel local. Ni que decir tiene que mi decisión de estudiar la Revolución Francesa reflejó la influencia de las revueltas populares de 1968 y los movimientos sociales para acabar con la guerra de Vietnam. Luego, con el auge del feminismo y de diversas organizaciones de defensa de los derechos de las minorías, me interesé, como muchos otros, por la historia de las mujeres y la historia de los derechos humanos en general. La cuestión de la globalización me impulsó, al igual que a una multitud de historiadores, a orientarme hacia la historia global. El crecimiento del autoritarismo me inspiró…