“Estamos en guerra”. Estas fueron las palabras utilizadas por el primer ministro, Benjamín Netanyahu, para describir categóricamente el ataque de Hamás a Israel del 7 de octubre. Una guerra totalmente diferente a las del pasado y capaz de abrir una nueva fase en las relaciones locales, regionales e internacionales en Oriente Medio. En cierto sentido, se podría definir este nuevo conflicto como una especie de “11 de septiembre de 2001” o el “Pearl Harbor” de Israel. Algo nunca visto en estos términos y quizás de mayor impacto, incluso psicológico, que el Yom Kipur (o de Ramadán) de 1973 que dejó profundas huellas en el país.
Hasta la fecha, el mayor peligro no reside solo en la evolución de la operación terrestre en Gaza (con todas las desventajas y riesgos políticos y de seguridad, agravados también por el número incierto de rehenes civiles y militares capturados por Hamás), sino sobre todo en el hecho de que esta operación militar pueda abrir el camino hacia nuevos frentes: la frontera sirio-libanesa, a punto de estallar por el papel de Hezbolá, o un resurgimiento de la violencia en Cisjordania fomentada por las divisiones intrapalestinas y la infiltración de agentes de Hamás o de Yihad Islámico en Palestina en esos territorios son solo algunos de esos peligros. Lo que resulta especialmente preocupante desde una perspectiva regional e internacional es la posible expansión del conflicto a los principales actores de Oriente Medio, con la implicación directa de Estados Unidos, China y Rusia en la defensa de uno u otro bando.
En la actualidad, parece poco probable que los actores internacionales puedan influir en lo que todas las partes perciben como una crisis con raíces locales. Al mismo tiempo, los acontecimientos demuestran que ninguna potencia mundial puede esperar que el conflicto se resuelva por sí solo o de alguna manera no traumática. No sorprende que nadie quiera o pueda labrarse un papel de liderazgo, debido también al claro intento estadounidense de impedir que Rusia y China entren en un expediente que históricamente ha sido prerrogativa de la Casa Blanca.
Por tanto, no solo existe el riesgo de una escalada, sino también de la expansión del conflicto a la región, el peor escenario posible. Lo que es seguro es que el 7 de octubre de 2023 será una nueva fecha para el mundo y que la lógica de mantener el statu quo en Oriente Medio a toda costa es algo obsoleto y ya no reproducible. Por eso es importante comprender cómo los actores internacionales intentarán definir su juego y salvaguardar sus intereses y ambiciones en una nueva guerra en Gaza que no se limite únicamente a los contornos de Oriente Medio.
Estados Unidos camina sobre el filo de la navaja
Hasta el 7 de octubre, el principal enfoque de la presidencia de Joe Biden hacia el conflicto palestino-israelí y la región de Oriente Medio en su conjunto seguía la línea tradicional basada en procesos de “paz económica” y “garantías militares y de seguridad”. En otras palabras, la generosa financiación a los sectores de defensa de los países del Golfo y la promoción de los Acuerdos de Abraham (desde una perspectiva económico-estratégica) por parte de Israel habrían servido como herramientas de estabilización regional y aislamiento de los actores desestabilizadores (especialmente Irán).
Un plan claro que partía de la idea de que mantener el statu quo político en la región era la premisa fundamental que nunca debía alterarse. En esta lógica, por lo tanto, el conflicto palestino-israelí también perdió relevancia en las agendas internacionales y regionales de los actores internos y externos de Oriente Medio y del norte de África (MENA). Este mecanismo pretendía reequilibrar las estructuras regionales en favor de la disuasión mutua, perdiendo de vista lo que sucedía en el entorno palestino y deslegitimando efectivamente a sus autoridades en nombre de una realpolitik que debía garantizar a una de las dos partes involucradas en el conflicto atávico. Ahora bien, la guerra del 7 de octubre ha desenmascarado este enfoque, exigiendo que todos los actores regionales e internacionales realicen un cambio de dirección profundo y repentino y ha vuelto a poner la cuestión palestina en el centro de las agendas políticas, con todas sus cargas emocionales, ideológicas y sociales desestabilizadoras y polarizadoras. En otras palabras, la guerra entre Israel y Hamás ralentizará el proceso de normalización de las relaciones entre Tel Aviv y el mundo árabe y, en general, tendrá importantes consecuencias en el reordenamiento (geo)político y de seguridad de todo Oriente Medio, al menos tal y como lo había concebido Estados Unidos. Esto también conducirá a un cambio de perspectivas en la lógica misma de la cuestión palestino-israelí. De hecho, EEUU, la Unión Europea (UE) y la comunidad internacional en general solo podrán dar un fuerte impulso al proceso y, sobre todo, proteger a los palestinos, si logran captar la nueva lógica del conflicto en curso e ir más allá de los eslóganes desgastados y la retórica, reemplazada por los hechos, de los Acuerdos de Oslo.
«EEUU, la UE y la comunidad internacional solo podrán impulsar el proceso si logran captar la nueva lógica del conflicto en curso e ir más allá de la retórica, reemplazada por los hechos, de los Acuerdos de Oslo»
En este sentido, el papel de Washington, la UE y de sus principales miembros (Francia, Italia, Alemania + Reino Unido) en coordinación con algunas de las cancillerías de Oriente Medio (Egipto, Catar y, sobre todo, Turquía) y con las Naciones Unidas puede ser fundamental para buscar, en primer lugar, una reducción de la escalada entre las partes ahora en conflicto, apoyar los esfuerzos para facilitar la liberación de los rehenes israelíes en manos de Hamás [a finales de noviembre se produjo un intercambio de rehenes por prisioneros], fortalecer el trabajo de la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas en Líbano (FPNUL), abrir canales humanitarios para la población de Gaza y deslegitimar a Hamás de cualquier credibilidad política a favor de fortalecer el papel de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), única entidad garante y legítima reconocida internacionalmente para la causa palestina. Un acto de este tipo, junto con la necesidad de que la ANP ponga en marcha reformas y una mayor democracia, podría empujar a las partes hacia la reanudación del diálogo diplomático que, sin embargo, debe basarse en conceptos claros y prácticos que conduzcan a una articulación más detallada y que contenga alguna propuesta para el reconocimiento del Estado palestino.
«Washington no quiere ni puede olvidar el plano humanitario, fundamental para no perder también el juego de la (des) información y la propaganda, hábilmente gestionado por Irán, Rusia y China y que representa una dimensión clave de esta guerra»
Al mismo tiempo, sin embargo, la administración Biden no puede ni quiere correr riesgos excesivos, repitiendo errores históricos, como ocurrió durante la que hasta ahora había sido la crisis más grave de Oriente Medio, es decir, la invasión estadounidense de Irak en 2003. Además del plano diplomático y de protección de los civiles palestinos, Biden ha identificado otras dos prioridades fundamentales para EEUU: apoyar a Israel y evitar la expansión del conflicto.
Sin embargo, cabe precisar que el apoyo a Israel no es un cheque en blanco. De hecho, a pesar de respaldar públicamente la estrategia israelí contra Hamás, Biden ha asumido un importante papel en la crisis, llegando casi a colocar al gobierno de Netanyahu bajo la dirección de un comisionado y presionando todo lo posible para buscar soluciones que no sean solo militares. La Casa Blanca no rehuirá comprometerse con hombres y recursos, pero la presidencia de Biden no podrá aceptar la eliminación de Hamás como objetivo para resolver la crisis, ya que incluso la destrucción del grupo en el poder en Gaza no conducirá a un cambio definitivo ni evitará el riesgo de que se repitan casos similares en el futuro.
Por eso, y vayamos al segundo punto, en este contexto la prioridad de la presidencia de Biden es evitar la regionalización del conflicto. Es cierto que los aliados de Hamás –Hezbolá e Irán principalmente– no tienen interés en involucrarse directamente, ya que lo más conveniente para ellos es un desgaste lento y constante de Israel. Sin embargo, si la operación militar se expandiera más allá de Gaza, el cálculo de Hezbolá e Irán cambiaría, ampliando el frente al norte de Israel, utilizando sus posiciones y activos también en Siria. En ese caso, EEUU no tendría más remedio que intervenir, lo que podría activar a otros aliados iraníes en la región, como las milicias chiíes en Siria, Irak y los hutíes en Yemen, para atacar objetivos estadounidenses, árabes e israelíes como forma de presión y disuasión.
Por tanto, EEUU se vería arrastrado en una guerra no deseada en la que los intereses estratégicos directos son limitados, pero que, sin embargo, podría encontrar en Rusia y China actores interesados en perturbar el sistema liberal y de Oriente Medio posterior a 1945 – como ya ocurrió en el conflicto ruso-ucraniano– para revivir sus ambiciones globales.
En este contexto tan difícil y con delicados equilibrios, la presidencia de Biden se ve obligada a gestionar y no repudiar las acciones de su aliado israelí sin verse arrastrada a otro conflicto de Oriente Medio con fronteras político-militares poco claras. Desde esta perspectiva, EEUU podría favorecer una acción militar israelí fuerte, pero limitada, contra Hamás que podría inhibir sus capacidades y acciones de manera más o menos permanente, para evitar que la operación terrestre en Gaza se extienda a otros escenarios regionales más peligrosos. Al mismo tiempo, Washington no quiere ni puede olvidar el plano humanitario, fundamental para no perder también el juego de la (des)información y la propaganda, hábilmente gestionado por Irán, Rusia y China y que representa una dimensión fundamental de esta guerra.
La ambigüedad estratégica de Rusia y China
En esta situación, sin embargo, no es descartable algún intento de interferencia por parte de Rusia y China para entrar en el juego de Oriente Medio. Moscú y Pekín tienen muchos motivos, empezando por la oportunidad única que un conflicto de este tipo puede tener en la dinámica global. Sin olvidar que un papel marginal o aparentemente distante no significa irrelevancia, sino una elección cuidadosa y deliberada basada en una “inacción estratégica” destinada a reemplazar sobre todo a Estados Unidos, que tiene tanto (y quizás demasiado) que perder en este conflicto.
Desde la perspectiva rusa, la guerra entre Israel y Hamás podría tener implicaciones en la guerra en Ucrania en términos de distorsionar la atención internacional y en la cadena global de ayuda económica y militar a las partes involucradas. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, podría intentar explotar su controvertida relación personal con el presidente ruso, Vladímir Putin, para contener a Irán y sus representantes en Siria. Putin, a su vez, podría aprovechar para obtener alguna ventaja estratégica, especialmente presionando a Israel para que reduzca la ya limitada ayuda a Ucrania y recordar a EEUU su influencia en esa parte del mundo. Una ventaja estratégica favorecida por el vacío dejado por EEUU en los últimos años y parcialmente llenado por Moscú al mantener estrechas relaciones energético-militares con socios históricos de EEUU en la región MENA. Sin embargo, el interés principal del Kremlin sigue siendo el teatro ucraniano y, por tanto, sus esfuerzos se dirigirán esencialmente a ese escenario. Cualquier intervención, principalmente diplomática, entre Israel y Hamás, tendrá como objetivo intentar influir en algunas dinámicas colaterales, pero con una declarada función antiestadounidense, tal vez explotando su fuerte vínculo con Teherán y algunos actores árabes regionales (Argelia, Egipto, Emiratos Árabes Unidos).
Un discurso similar, aunque con una lectura política menos asertiva, se puede hacer sobre el papel de China. Al igual que Moscú, Pekín también ha adoptado una posición de esperar y ver, pero observa con gran interés lo que ocurre entre Israel y Hamás con el objetivo de explotar sus buenas y profundas relaciones con Tel Aviv en clave anti-EEUU. Al mismo tiempo, considera importante proteger sus buenas relaciones con Arabia Saudí e Irán, que, gracias a la mediación china, han llegado a un acuerdo bilateral destinado a garantizar una desescalada generalizada en el Golfo Pérsico y en todo Oriente Medio. Por tanto, la guerra corre el riesgo de ser un impedimento para las ambiciones estratégicas de Pekín en la región. En este sentido, la asunción de un riesgo político directo, también a través de un papel de mediación para garantizar la paz y la estabilidad, no puede considerarse como un acto deseado o buscado por el gobierno chino, ya que históricamente Pekín no utiliza su peso específico en la escena internacional para gestionar conflictos o actuar en entornos altamente conflictivos. Por eso es probable que China se mantenga alejada y evite tomar medidas de seguridad drásticas.
Sin embargo, Rusia y China pueden aprovechar esta situación a través del control de las narrativas. El principal campo de batalla será el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde Pekín y Moscú ya han votado en contra de una resolución de Washington porque no instaba a Israel a deponer las armas. Además, ambos países se han posicionado con relativa claridad en este conflicto criticando a Israel y el apoyo de EEUU y Occidente a Tel Aviv –aunque utilizando un lenguaje diplomático atento y no provocativo–, sin condenar explícitamente a Hamás. Por tanto, una vez más, el uso de una retórica parcial servirá para avanzar en el objetivo común de Rusia y China en el sistema global: fortalecer los vínculos con los países del Sur Global, especialmente en el mundo musulmán, en África y Asia, distanciando estas realidades de Occidente y de la idea de un sistema liberal posterior a 1945.
En otras palabras, el uso de una propaganda fuerte e instrumental podría favorecer a Rusia y China, que pretenden presentarse, como defensor de la paz en el conflicto entre Israel y Hamás en el caso de Moscú, mientras Pekín intenta promover su imagen de mediador.
Oriente Medio como nuevo campo de batalla
Si bien es cierto que las raíces de este conflicto deben buscarse en una matriz local y, por tanto, en el contexto palestino-israelí, sigue siendo innegable que, con su ofensiva, Hamás pretendía agitar la dinámica regional, contribuyendo a detener la normalización con Tel Aviv y asumir el liderazgo político y moral de la causa palestina ante el mundo. Por eso, la posibilidad de que el conflicto se amplíe representa un enorme desafío para la estabilidad de todo Oriente Medio y del sistema liberal internacional. Después del conflicto ruso-ucraniano, la guerra en Gaza supone una prueba más para el sistema liberal internacional que algunos actores globales como Rusia y China pretenden transformar y moldear según lógicas más adecuadas a sus ambiciones. De hecho, Rusia y China tienen como objetivo presentarse como garantes del derecho Internacional frente a las contradicciones de Occidente en Gaza y, especialmente, la actitud de EEUU en favor de Israel. Por tanto, está claro que una escalada del conflicto en Oriente Medio tendría repercusiones internacionales directas, con la posibilidad de que surjan nuevos equilibrios en la región MENA, consecuencia también de las nuevas tensiones nacidas de la situación interna palestina, y que involucrarían irremediablemente a Israel, al mundo árabe, Irán y sus representantes regionales.
Xi Jinping y Vladímir Putin en el Foro de la Franja y la Ruta. Pekín, 18 de octubre de 2023. GETTY
Sin embargo, la guerra ya ha proporcionado algunas indicaciones para Israel y el conjunto de los Acuerdos de Abraham patrocinado por EEUU. Nadie puede subestimar la gravedad de lo ocurrido, ni siquiera pensar en empezar de nuevo, ya que el 7 de octubre de 2023 representa un nuevo hito en la historia de Oriente Medio. Y en esta fase, Israel y EEUU se verán obligados a repensar los sistemas políticos y de seguridad regionales e internacionales. También, habrá repercusiones para los procesos de normalización entre Israel y los países árabes y las fuerzas aplicadas en estos procesos ya no serán reproducibles a corto y medio término. Está en juego la estabilidad de todo Oriente Medio, así como la credibilidad de la comunidad internacional, que ya no puede escudarse en el lema de la solución de dos Estados si no piensa dar sustancia a este proceso. En última instancia, será necesario repensar un marco diferente que incluya las aspiraciones israelíes y palestinas y que vea a los actores regionales e internacionales como componentes fundamentales del proceso de toma de decisiones para lograr este objetivo.