Lo que atrae hacia el poder a los más precavidos espíritus, a los menos preocupados por tener un papel en él, es la esperanza de poder presenciar el proceso de creación de la Historia. Pero ¿cuándo están los grandes capacitados para hacer Historia? Ni siquiera Dios, que daba al rey su legitimidad, le garantizaba esa capacidad. No dota de mayor capacidad el sufragio universal. Por lo menos, como dice Ernst Kantorovicz, el rey es el “cuerpo místico” con el que se identifica el reino, antes incluso de ejercer la más mínima autoridad. Servidor de un principio divino es al mismo tiempo la representación de la realidad del poder. A semejanza de Cristo, tiene una doble naturaleza y, cuando menos, su existencia podría bastarse a sí misma. En la democracia, sólo la soberanía popular legitima el poder, y esta soberanía se encarna en todos y en nadie. Aquéllos en los que ésta es delegada deben, durante el corto tiempo en que la ostentan, dar constante prueba de que no la usurpan. Esta prueba puede darse mediante el alejamiento y la ausencia. El presidente de la República, antes de Gaulle, ocupaba ese “lugar vacío” del que habla Claude Lefort. Ahora bien: es evidente que lo que la V República ha querido ofrecer al presidente es una especie de “trono lleno”. El presidente se convertirá pronto en un monarca republicano, que obtiene su legitimidad del pueblo, pero concierta con él, gracias a la posibilidad de hacer consultas, un lazo particular que expresa la añoranza del equilibrio del antiguo régimen. El presidente y el pueblo encarnan juntos los “dos cuerpos” quo el rey encarnaba por sí solo. En estas condiciones, el nuevo monarca, aún más que los otros, se ve obligado a declararse conforme, por una parte, con la Constitución de la que es…