Ninguna región refleja tan bien como América Latina y el Caribe la multiplicación de iniciativas diplomáticas al máximo nivel. De Europa al Pacífico, la diplomacia de las cumbres ofrece desiguales resultados.
Como consecuencia natural del creciente multilateralismo internacional ha surgido la «diplomacia de las cumbres», un fenómeno que complementa las reglas y los recursos de la diplomacia tradicional. Son reuniones de jefes de Estado y de gobierno con variables formatos deliberativos y decisorios. Reciben una atención cada vez mayor de los medios de comunicación y parecen una práctica diplomática irreversible.
El proceso de las cumbres ha proliferado como mecanismo multilateral para abordar cuestiones de carácter económico, social y político, dentro de una determinada región o alrededor de un tema que incumbe a un conjunto de Estados.
En el área latinoamericana, específicamente, se trata de una nueva forma de diálogo que se inició a finales de la década de los ochenta con las cumbres de Río. La flexibilidad de la agenda en estos foros permite en ocasiones abordar asuntos de interés regional a través de un diálogo abierto. Esta flexibilidad y su carácter ad hoc, ponen a prueba el grado de voluntad política de los participantes.
Latinoamérica y el Caribe han experimentado el impacto de la diplomacia moderna y de la consiguiente proliferación de cumbres al más alto nivel. Pese a las críticas sobre la pertinencia y la calidad de tales encuentros, este formato diplomático ha sido una forma eficaz de insertar a la región en el sistema internacional, fundamentalmente a través de las cumbres hemisféricas o de las Américas, las regionales del Grupo de Río, así como de los encuentros subregionales e interregionales, entre los que destacan las cumbres iberoamericanas y las euro-latinoamericanas y caribeñas.