La relación a tres bandas entre Israel, los gobiernos árabes y la ciudadanía árabe, o “la calle árabe”, siempre ha sido compleja y ha estado plagada de contradicciones. Aún más desde el ataque de Hamás contra las comunidades israelíes limítrofes con el territorio ocupado de Gaza y la posterior guerra que ha convertido la Franja en una pila de escombros, ha desplazado a la mayor parte de su población y ha dejado más de 30.000 muertos palestinos. Las ciudadanías árabes están indignadas, el gobierno israelí se escuda en la necesidad de eliminar a Hamás para justificar políticas que equivalen a un castigo colectivo de los palestinos, y los gobiernos árabes se debaten entre el deseo de evitar otra guerra con Israel y atender la rabia creciente de sus ciudadanos. La indignación expresada por los ciudadanos y gobiernos árabes, sin embargo, hasta ahora no se ha traducido en hechos. La rabia de la ciudadanía y del gobierno israelíes, en cambio, ha dado lugar a la destrucción de Gaza.
La crisis llegó en un momento especialmente delicado, cuando un número creciente de países árabes parecían inclinados a normalizar las relaciones con Israel sin exigir que se resolviera primero la cuestión palestina. Durante décadas, solo Egipto y Jordania tuvieron tratados de paz con Israel. Después, en 2020, Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán firmaron los Acuerdos de Abraham de normalización de las relaciones con Israel. Arabia Saudí estaba a punto de sumarse a ellos, lo que abría presumiblemente el camino para que otros siguieran su ejemplo. El acuerdo se alcanzó a expensas de los palestinos, pues supuso el fin de los últimos vestigios de solidaridad árabe y que quedasen aislados. La guerra de Gaza ha invertido la tendencia, pero solo hasta cierto punto.
La calle árabe
Una de las principales consecuencias de la guerra ha sido la reactivación de la calle árabe, que nunca se reconcilió con la existencia del Estado de Israel, pero que en los últimos años había permanecido en gran medida en silencio. Ahora, sin embargo, la opinión pública árabe se moviliza contra Israel y Estados Unidos. Según encuestas recientes, el sentimiento antiestadounidense ha aumentado considerablemente: EEUU es visto como el facilitador de la masacre en Gaza, y hoy más árabes, en todos los países, lo consideran como una amenaza para sus intereses. Por ejemplo, una encuesta telefónica realizada en 15 países árabes y en Cisjordania por el Arab Center Washington DC (ACW) mostró un aumento considerable del apoyo a los palestinos y de la oposición a EEUU.
La indignación que reflejan los últimos sondeos se ha traducido en manifestaciones a favor de los palestinos en muchos países árabes. Sin embargo, no han sido tan masivas o frecuentes como las respuestas a las encuestas sugieren que podrían serlo. Uno de los principales motivos es que los árabes son relativamente libres de responder como quieran a una encuesta, sobre todo si se hace por teléfono, pero en la mayoría de sus países la acción de la calle está sujeta al control y las represalias del gobierno. La mayoría de los gobiernos no están dispuestos a permitir que los manifestantes les empujen hacia posiciones más radicales sobre el conflicto en Gaza que las que han adoptado hasta ahora.
Así, es difícil llegar a conclusiones firmes sobre el impacto que la calle árabe tendrá en las políticas de los Estados árabes en el conflicto en Gaza. Los ciudadanos temen actuar y sus gobiernos no democráticos ignoran la opinión pública. De hecho, el endurecimiento de las posturas hacia Israel y las crecientes simpatías propalestinas en EEUU y Europa pueden tener más consecuencias. El resentimiento de la población árabe-estadounidense de Michigan contra el apoyo incondicional de la Administración Biden a Israel puede costarle al presidente su reelección.
Gobiernos árabes
No hay desamor entre los Estados árabes e Israel, aunque el grado de hostilidad varía y, en general, los países situados en los límites del mundo árabe son más tolerantes que los situados más cerca del epicentro. Las relaciones entre Israel y los dos primeros países con los que firmó un tratado de paz –Egipto en 1979 y Jordania en 1994– siguen siendo frías y poco amistosas. En 2020, Baréin y EAU firmaron por propia voluntad los Acuerdos de Abraham, promovidos por EEUU, e inmediatamente buscaron la forma de aprovechar las oportunidades económicas que ofrecía esa normalización. Sudán y Marruecos también firmaron unos meses después, con poco entusiasmo y a cambio de concesiones estadounidenses: Washington retiró a Sudán de la lista de países patrocinadores del terrorismo y reconoció la muy disputada soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental. Ninguno de ellos intentó intensificar su relación con Israel, ningún otro país se sumó y ninguno, incluida Arabia Saudí, es probable que lo haga en las circunstancias actuales.
En el discurso, la condena de la posición israelí por parte de los gobiernos árabes ha sido unánime. Pocos días después del 7 de octubre, la Liga Árabe hizo una condena enérgica de la guerra en Gaza y pidió su cese inmediato, aunque reprobó también el ataque de Hamás. El 11 de noviembre, los participantes en una cumbre árabe-islámica convocada por Arabia Saudí condenaron de forma similar las acciones de Israel en Gaza, se negaron a justificarlas como defensa propia y exigieron una resolución vinculante del Consejo de Seguridad de la ONU para detener la “agresión israelí”. Los países árabes también han reprobado repetidamente a título individual los ataques de Israel contra Gaza.
El apoyo de los países árabes hacia los palestinos no es entusiasta porque temen que la solución del problema palestino se produzca a sus expensas.
Bajo la imagen de la condena pública unánime, la posición de los gobiernos árabes es más ambigua en privado porque muchos países árabes han tenido revueltas internas después de 2011 y siguen recelosos de sus ciudadanos. Temen especialmente a los movimientos islamistas, que, en aquel momento, demostraron su dominio de la calle árabe. En Egipto, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes ganaron las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2012, aunque un golpe de Estado militar en julio de 2013 puso fin a su dominio. Muchos otros países también vieron el auge de la influencia islamista y la impotencia de los partidos laicos. La represión puso bajo control este resurgimiento, pero muchos gobiernos árabes, conscientes de que Hamás es un movimiento islamista, temen que el péndulo vuelva a oscilar hacia el islamismo.
Además, los países árabes no muestran un apoyo entusiasta hacia los palestinos porque temen profundamente que la solución del problema palestino se produzca a sus expensas. Egipto y Jordania, en particular, tienen buenas razones para desconfiar de las intenciones israelíes. En 1948, Israel expulsó a unos 700.000 palestinos a Jordania y a la Franja de Gaza controlada por Egipto. Otros 300.000 entraron en Jordania cuando Israel ocupó Cisjordania en 1967. Y en respuesta a las presiones para permitir la formación de un Estado palestino, Israel ha afirmado en repetidas ocasiones que ya existe tal Estado, a saber, Jordania. De hecho, cerca de la mitad de los ciudadanos jordanos son de origen palestino, y el gobierno teme que se produzcan nuevas llegadas masivas que alteren el delicado equilibrio entre los jordanos originales y los antiguos refugiados palestinos. Egipto también se siente amenazado. Desconfía profundamente de Hamás, un movimiento islamista que está destinado a mantener una fuerte influencia en Gaza haga lo que haga Israel. Además, un éxodo forzoso de palestinos de Gaza, algo que muchos miembros del gobierno israelí defienden abiertamente, llevaría a Egipto a un torrente de refugiados, con consecuencias económicas y políticas impredecibles.
Sin embargo, ni Egipto ni Jordania han acompañado su condena verbal contra Israel con medidas concretas: por ejemplo la suspensión de sus tratados de paz o algo más moderado como la retirada de sus embajadores en señal de protesta. Egipto ha hecho algunas advertencias vagas de que podría verse obligado a suspender el acuerdo de paz de 1979 si Israel invade Rafah y envía refugiados a su territorio. En general, sin embargo, el mensaje de ambos países es que les horroriza lo que ocurre, pero no están dispuestos a arriesgarse a otra guerra.
Los países que normalizaron su relación con Israel en 2020 también han evitado dar pasos concretos, salvo Baréin, que retiró a su embajador. La voluntad de EAU de seguir como si nada hubiera ocurrido merece un comentario. EAU ha estado muy comprometido en la normalización de sus relaciones con Israel. Considera el acceso a la tecnología israelí, las inversiones y el mercado turístico como una parte importante de su transformación de país rico en petróleo, con una economía subdesarrollada, a ser una potencia económica moderna –al menos todo lo que le permita su pequeña población. Está claro que el proyecto nacional de EAU está por encima de la solidaridad con los palestinos.
Solo dos países, Líbano y Yemen, han estado dispuestos a arriesgarse a una confrontación abierta en nombre de los palestinos. Líbano, que ya ha estado en guerra con Israel y ha sufrido la ocupación israelí de parte de su territorio, se ha mostrado bastante comedido en sus acciones: en este momento, parece más que Israel esté provocando a Líbano y no viceversa. Yemen, por su parte, ha iniciado abiertamente el conflicto, al lanzar algunos misiles contra Israel, pero sobre todo al atacar a los barcos que transitan por el estrecho de Bab el Mandeb y el mar Rojo, lo que amenaza indirectamente el tráfico en el Canal de Suez. Estos ataques han provocado la intervención militar directa de Estados Unidos.
En cada uno de estos dos países, el principal impulsor de la confrontación no es el gobierno oficial de la nación, extremadamente débil en ambos casos, sino un actor no estatal más poderoso. En Líbano, es Hezbolá quien se enfrenta a Israel. Hezbolá surgió con apoyo iraní a raíz de la guerra civil entre facciones confesionales libanesas y de la invasión israelí de Líbano en la década de los ochenta. Desde entonces, se ha proyectado como cabeza de la resistencia contra Israel, negándose así a entregar las armas. Pero la organización también ha ganado poder dentro de Líbano, con presencia en el Parlamento desde 1992 y en el gabinete desde 2005, en alianza con la principal facción cristiana. El gobierno libanés es impotente, pero Hezbolá es una fuerza independiente, unida, organizada y bien armada. Debido a su control del sur del país, Hezbolá está en primera línea de las escaramuzas con el ejército israelí desde el comienzo de la crisis de Gaza, y éstas podrían estallar en un conflicto en toda regla en cualquier momento.
Tampoco en Yemen los ataques contra Israel y EEUU están dirigidos por el gobierno reconocido oficialmente, que opera desde Riad y controla una pequeña parte del país, sino por la milicia hutí, que controla gran parte del territorio, incluida la capital. Los hutíes son responsables de los ataques contra el tráfico marítimo después del 7 de octubre, y EEUU está bombardeando Yemen para destruir sus instalaciones militares.
En conclusión, la postura de los gobiernos árabes ante el último episodio del conflicto israelo-palestino sigue siendo muy ambigua. La mayoría de los Estados condena enérgicamente a Israel, aunque también condena el ataque de Hamás del 7 de octubre. Pero la desaprobación no se ha traducido hasta ahora en medidas concretas. De hecho, la oposición árabe activa no procede de los Estados, sino de actores no estatales.
Israel
Hay mucho fuego y no solo humo en la respuesta del gobierno israelí al ataque de Hamás o en la de la opinión pública israelí. Todos se han unido a la hora de apoyar los ataques devastadores contra Gaza. Pero hay fuego y hay humo.
El gobierno no tardó en lanzar incesantes bombardeos sobre la Franja de Gaza, seguidos de una invasión terrestre, al tiempo que continuaba su política de expansión de los asentamientos en Cisjordania y de enfrentamiento con Hezbolá en la frontera con Líbano. No entraré en debate sobre si las acciones israelíes constituyen crímenes de guerra o incluso genocidio, como alegó el gobierno sudafricano en un caso presentado ante la Corte Internacional de Justicia. Pero está claro que van mucho más allá de la legítima defensa, como han señalado diversas organizaciones árabes y muchos analistas. Además, el gobierno israelí se ha fijado un objetivo –la erradicación de Hamás– que no puede alcanzar, lo que hace inevitable un conflicto largo y forzosamente recurrente. El hecho de que la respuesta israelí en Gaza esté enredada en la complicada política interna del país, también sugiere que el conflicto será prolongado. El primer ministro, Benjamín Netanyahu, ha estado al frente de una serie de coaliciones de gobierno inestables, cada vez más dependientes de los partidos más extremistas de derecha. Y necesita mantenerse en el poder no solo para satisfacer su ambición, sino también para evitar el juicio por corrupción que le acecha si pierde su puesto. El descontento popular con Netanyahu crecía antes del 7 de octubre, pero el país se unió tras el ataque de Hamás, impulsado por la percepción –alentada por el gobierno– de que la propia existencia de Israel está amenazada.
El argumento funcionó durante cuatro meses, tanto con la opinión pública israelí como con una parte de la comunidad internacional, incluida la Administración Biden, pero ahora hay algunos signos de disenso. Internamente, la política que prioriza la destrucción de Hamás sobre la necesidad de devolver a casa a los rehenes que faltan está siendo cuestionada por sus familias. Fuera del país, incluso a los partidarios acérrimos de Israel les está resultando difícil aceptar el abrumador número de víctimas, el nivel de destrucción física, los obstáculos a la distribución de ayuda y, más recientemente, la declaración de Israel de que pretende llevar a cabo una operación terrestre contra Rafah, la ciudad más meridional de Gaza, donde forzó que se refugiaran alrededor de 1,2 millones de personas del resto de la Franja.
Las críticas a las acciones israelíes en Gaza también están motivadas por la intención declarada abiertamente por los ministros más derechistas del gabinete de Netanyahu de expulsar al mayor número posible de palestinos de Gaza, de ampliar los asentamientos en Cisjordania e incluso de volver a establecer asentamientos en Gaza, donde fueron eliminados en 2005. Los objetivos abiertamente expansionistas de muchos miembros del gobierno socavan la línea oficial de que Israel simplemente se está defendiendo.
No hay voces de la izquierda en el gabinete o incluso en el Parlamento que contrarresten las declaraciones belicosas de los radicales de derechas. El Partido Laborista, que controló el gobierno desde la independencia hasta 1977 (aunque con otro nombre) ahora solo tiene cuatro escaños en el Parlamento. Y las familias de los rehenes que protestan por la decisión de Netanyahu, están motivadas por una cuestión inmediata limitada y no son necesariamente el núcleo de una oposición a largo plazo. La única fuerza que podría obligar a Netanyahu a replantearse su política es EEUU, pero la Administración Biden, aunque desaprueba cada vez más las acciones de Israel, no toma medidas concretas para frenarlas. Hasta ahora, también es humo sin fuego.
El atentado del 7 de octubre ha creado una situación muy desequilibrada. Por un lado, están el gobierno de Israel y la mayor parte de su ciudadanía, decididos a seguir una política de línea dura que no haga concesiones, no solo a Hamás sino tampoco a los palestinos. Israel, en vista del presente, se dedica a los hechos consumados, como siempre ha hecho: convertir Gaza en tierra quemada, apoderarse cada vez más de Cisjordania, rechazar un alto el fuego, amenazar con generar cientos de miles de refugiados más. Es probable que esta política funcione a corto plazo, porque ni los países árabes ni Estados Unidos están dispuestos a actuar, pero el coste para Israel será la perpetuación del estado de guerra.
Por otro lado, una calle árabe movilizada y propalestina tiene poco impacto en los gobiernos autoritarios de Oriente Medio. En Estados Unidos, la Administración Biden no está dispuesta a cambiar de rumbo de manera decidida y distanciarse de Israel, aunque esté horrorizada por lo que le está ocurriendo a la población palestina y descontenta por la negativa israelí a considerar soluciones políticas en lugar de puramente militares. Israel ha rechazado de plano cualquier paso que pudiera dar a los palestinos la esperanza de un futuro mejor. Dice no a la solución de los dos Estados, no a frenar nuevos asentamientos en Cisjordania, no a dar voz a la Autoridad Nacional Palestina. Como resultado, el conflicto continuará y se repetirá, Israel nunca conocerá la paz y la vida de los palestinos será una miseria continua mientras el mundo observa, critica, pero no actúa./