En los años treinta, películas como El gran dictador, la parodia antinazi de Charles Chaplin, y durante la guerra fría La insoportable levedad del ser, de Philip Kaufman, se convirtieron en eficaces armas del poder blando de EEUU contra sus enemigos.
Eran otros tiempos. Ahora, los grandes estudios de la meca del cine –productores, directores, guionistas– prefieren autocensurarse y evitar asuntos políticos controvertidos como los de Tíbet, Taiwán, Hong Kong o Tiananmen, antes que perder acceso a mercados como el chino, que con sus 70.000 multisalas ya es casi tan grande como el de EEUU y Canadá juntos.
Una mala acogida en China puede significar el fracaso absoluto de un blockbuster, una película, éxito de ventas con un gran presupuesto, que necesita ser vista por millones de personas en el cine o a través de plataformas de streaming como Disney+. En 2005 la taquilla china recaudó 275 millones de dólares. En 2019 esa cifra fue de 10.000 millones, frente a los 11.100 millones de EEUU.
Jean-Jacques Annaud, director de Siete años en el Tíbet, (1997), tras encargarle Hollywood un nuevo proyecto, publicó en su blog una carta en chino en la que aseguraba que respeta las convenciones…