Historias de Berlín
Con amplitud de referencias y capacidad para meterse en la piel de la ciudad, el libro cuenta el papel de Berlín en la historia contemporánea. Sus extremos de luz y sombra, arte inspirador y violencia bruta, cosmopolitismo ilustrado y odio racial descarnado, ciencia deslumbrante y crueldad atávica. Un relato épico en su alcance y conmovedor en sus detalles humanos.
Al ratificarse la Constitución de Weimar en 1919 Berlín sufría el impacto combinado de una devastadora guerra perdida, el conflicto civil de la revolución espartaquista y la gripe española. Y pronto se vio inundada de refugiados del este, incluida una numerosa comunidad judía. Además la hiperinflación de 1923 y a partir de 1929 la crisis mundial. A lo largo de los años 20, la pobreza fue extrema y la mortalidad infantil superior a la de cualquier otro lugar de Europa. Proliferó la violencia, con asesinatos que acapararon titulares. Sin embargo, en aquella época, nos dice McKay, Berlín también era una “ciudad de luz”. Los carteles de neón brillaban desde 1922, la empresa de bombillas Osram montaba ostentosos espectáculos, las torres de los enormes almacenes Karstadt, de nueve pisos de altura, resplandecían en la oscuridad, y los carruseles del “hipermoderno” Luna Park giraban bajo resplandecientes globos de color limón. Como escribió el novelista Erich Kästner “toda la ciudad parecía un parque de atracciones”.
La obra consta de tres partes, cada una de ellas dividida en una serie de capítulos organizados temáticamente. En “Disolución”, McKay utiliza anécdotas, estadísticas y retratos en miniatura de berlineses como el director de teatro Max Reinhardt, el filósofo Walter Benjamin y el artista Georg Grosz, dadaísta, dandi y comunista, para describir la vida en la capital alemana durante los años de Weimar y la preguerra nazi. Engloba temas tan heterogéneos como el inmenso atractivo del nudismo y del radicalismo político (ambos ejemplos del “gusto por lo extremo” de la hipnótica ciudad). Muestra la asombrosa amplitud cultural – del arte al cine, de la ópera a la literatura, de la ciencia a la arquitectura –. Así como el grado de libertad sin precedentes del que disfrutaron en la ciudad, siquiera brevemente, los judíos. Y la relativa tolerancia hacia los homosexuales.
McKay nos transmite la conmoción del erudito escritor judío Victor Klemperer ante el ascenso de los nazis: “Yo estaba tan confiado de ser un alemán, un europeo, un hombre del siglo XX. . . . ¿Sangre? ¿Odio racial? Hoy no, aquí no – en el centro de Europa”.
Descubre aspectos menos conocidos como la investigación atómica de vanguardia llevada a cabo por científicos judíos en el Instituto Kaiser Wilhelm en las décadas de 1920 y 1930. Y la razón por la que los nazis (afortunadamente) no apreciaran la importancia de desarrollar armas atómicas. Denigraron la física nuclear – cuya cara pública era Albert Einstein, berlinés e idealista – como “ciencia judía”.
Leyendo la observación de Hannah Arendt, a propósito de Rosa Luxemburgo, de que los “judíos intelectuales” del Berlín de preguerra sentían que “su patria era en realidad Europa”, el lector evoca a los entusiastas actuales de la Unión Europea.
El autor extrae gran parte de su mejor material de los archivos del admirable proyecto Zeitzeugenbörse (Bolsa de Testimonios Contemporáneos), que recoge las reminiscencias de berlineses corrientes. Uno de ellos, Lothar Orbach, recuerda cómo su familia tenía un fuerte sentimiento de ser “primero alemanes, y judíos después”. Cuando tras la llegada de los nazis al poder la Gestapo acabó llamando a la puerta, Orbach y su madre consiguieron escabullirse y refugiarse en casa de una anciana vecina gentil. Y es que entre un mar de prejuicios también existieron casos extraordinarios de generosidad y valor.
De forma invariable los berlineses han venido siendo combativos, polémicos y liberales con un ácido sentido del humor. Siempre han favorecido a los jóvenes. Tienen una chispa de rebeldía. El espirítu berlinés es ingenioso, resistente y escéptico.
Nunca se plegaron a los caprichos imperiales ni siguieron ciegamente a Hitler hacia el apocalipsis. Los nazis obtuvieron menos votos en Berlín que en ningún otro lugar de Alemania en las últimas elecciones democráticas de 1933. Tal vez esto influyera en los planes de Hitler de arrasar la ciudad existente y levantar una nueva Germania para su Reich de los Mil Años, con la numerosa población judía en primer lugar en la lista de reubicación.
En “Necrópolis”, McKay detalla los sucesos y el colapso de 1945 que siguieron al cataclismo de la Guerra Mundial y el genocidio. La ciudad correría la misma suerte que Colonia, Hamburg y Dresden: reducidas a cenizas. En un radio de ocho kilómetros desde el centro, al menos el 70% de las viviendas quedaron destruidas. Se cortaron los suministros de agua y electricidad hasta que los soviéticos ocupantes los repararon.
Así tras la entrada del Ejército Rojo, un soldado se encontró con “una mujer alemana de aspecto grave”, escondida durante mucho tiempo, que “le entregó un trozo de papel en el que había dibujada una estrella de David” para indicar su religión. El oficial pensó que tenía unos cuarenta años. Tenía dieciséis.
O la “epidemia de suicidios” por el pavor ante la llegada de los soviéticos sedientos de venganza por la brutalidad nazi. Como cuando pocos días antes del colapso, el arquitecto nazi Albert Speer, desesperado por dar una sensación de normalidad, organizó un concierto de la Filarmónica de Berlín, durante el cual “muchachos de las Juventudes Hitlerianas pasaron entre el público con cestas de mimbre llenas de cápsulas de cianuro”.
En un acto sistemático de terror el Ejército Rojo cometió una horrible serie de violaciones masivas de alemanas. Muchas víctimas fueron masacradas después. Una chica agradeció ser violada por un oficial “amigo” del Ejército Rojo que después dejó una nota en su puerta diciendo a sus compañeros que la dejaran en paz porque era su prometida. El mayor temor de la colegiala Christa Ronke mientras caían las bombas era haber perdido las cartillas de racionamiento de su familia. De su violación por un soldado ruso dice que “se tambaleó un poco de asco, aunque agradecida por estar viva”.
La tercera parte, “Posesión”, relata las innumerables diferencias entre Berlín Este y Oeste. Mientras la URSS pedía “reparaciones a largo plazo” a los alemanes, EEUU introdujo el Plan Marshall. Durante la inmediata posguerra, la ciudad estaba dividida en cuatro zonas ocupadas. Más tarde, después de que las zonas occidentales se unieran en Berlín Occidental, el abismo entre la calidad de vida en las dos mitades creció sin cesar.
Ofrece un relato perspicaz del puente aéreo angloamericano de 1948-1949, una respuesta heroica a un intento soviético de cortar los suministros que intensificó entre los berlineses occidentales la sensación de que los estadounidenses les cubrían las espaldas. Ni Hitler ni Stalin lograron doblegar el espíritu de Berlín. Tras la muerte del dictador soviético en 1953, los antiguos aliados se disputaron la capital cuya división pasó a simbolizar el epicentro de la Guerra Fría.
A medida que un número creciente de personas – en especial profesionales – se trasladaban al más próspero y libre sector Occidental, el líder de Alemania Oriental, Walter Ulbricht, no vio otra alternativa en 1961 que construir el Muro que, durante casi 30 años, sería el símbolo mundial del comunismo. Como observa con precisión McKay “en 1968, cuando en París y otras ciudades occidentales el movimiento estudiantil presionaba en las calles por la revolución, había berlineses que intentaban escapar de los resultados de pesadilla de esa revolución”. Relata las trágicas historias de varios de los 243 asesinados en el intento.
Por otro lado y de forma un tanto incomprensible, le impresionan los derechos concedidos a las mujeres en el Este. Cita a una mujer que añoraba Berlín Oriental porque allí pudo hacer carrera como periodista (como si en la RDA hubiera habido periodismo de verdad). Incluso llega a decir que cuando el sucesor de Ulbricht, Erich Honecker, expresó su temor a la apertura, algunos berlineses orientales lo encontraron “comprensible” porque “habían sido testigos del ascenso de los nazis”. Pero acaso ¿no fueron la RDA y la Stasi una nueva forma de totalitarismo?
Lectura atractiva de prosa brillante es, en última instancia, insatisfactoria por incompleta. Dedica un espacio desmesurado a la caída del Tercer Reich y, en comparación, recorre a toda velocidad los años intelectual y culturalmente vibrantes de Weimar. El Wirtschaftswunder (“milagro económico”) de rápida reconstrucción y crecimiento de las décadas posteriores a la Guerra Mundial es pasado por alto.
Hay, en efecto, mucho material revelador en el libro. No obstante, y este sea quizá su mayor déficit, termina con un tratamiento superficial de la caída del Muro y el momento electrizante de la reunificación. A ese momento crucial apenas le dedica una página. McKay no examina su impacto ni llega a profundizar en las múltiples capas y contradicciones de un Berlín que muestra abiertamente sus heridas y cicatrices. Los agujeros de bala siguen ahí en los edificios; todavía hay grandes fragmentos del Muro. En casi todas las calles hay recordatorios de las convulsiones pasadas. La ciudad quiere que sean visibles.
Berlín se ha rehecho como centro de la vida cultural y política alemana y europea. Y posiblemente sea el mayor renacimiento de una metrópoli europea destruida. Esta última transformación podría haberse desarrollado mejor y más a fondo. En vista del celo investigador de McKay cabe esperar que dedique un nuevo libro a la capital alemana.