Historia de la guerra
“¿Qué es la guerra? La guerra no es la continuación de la política mediante otros medios”. El historiador militar británico John Keegan (1934-2012) comenzó su Historia de la guerra, publicada en 1993 y reeditada recientemente por Turner, lanzándose a la yugular de Carl von Clausewitz. Era, valga la metáfora militar, un acto kamikaze. General prusiano durante las guerras napoleónicas, mentor de Helmuth von Moltke y autor de De la Guerra, Clausewitz continúa siendo el máximo exponente del pensamiento militar occidental. El intento de defenestrarlo no fue bien recibido.
En un arrebato de iconoclasia, Keegan acusa a Clausewitz de no ser capaz de ver más allá de la cultura de un oficial de regimiento del siglo XVIII. Cuando el general ofrece sus servicios al zar Alejandro I, es incapaz de considerar como una guerra verdadera las escaramuzas que libran los cosacos contra Napoleón, huyendo de enfrentamientos directos y hostigando a la Grande Armée únicamente en momentos de debilidad o retirada.
Lo que Clausewitz es incapaz de entender, sostienen Keegan, es que su propia forma de entender la guerra –circunscrita a Europa, librada a través de Estados modernos con ejércitos regulares– es el resultado de un largo proceso de aclimatación cultural. La infantería rusa que aguanta dos horas bombardeada sin romper filas en Borodinó es heredera de las falanges griegas, entrenadas para buscar encuentros directos, sangrientos y decisivos. Los ejércitos franceses profesan un mesianismo heredero de la yihad islámica y las cruzadas europeas. La disciplina de fuego resulta de la introducción de la pólvora en Europa en los siglos XIV y XV. Ausentes semejantes peculiaridades, otras culturas –los maoríes en Polinesia, los mamelucos egipcios, los hunos o los samurais– abrazan códigos militares que nada tienen que ver con el que De la guerra considera universal. Escaramuzas como las de los cosacos preceden por milenios al Estado moderno y los ejércitos regulares que Clausewitz da por hechos. Para Keegan la cultura, y no la política, es el elemento definitorio de la guerra.
Una tesis tan ambiciosa exige definir qué se entiende por “cultura” y “política”, términos resbaladizos donde los haya. Como Keegan no lo hace, se expone a ser acusado de caricaturizar a Clausewitz. Pero es cierto que los conflictos actuales son guerras de baja intensidad, en las que Mao Zedong, Sun Tzu y David Galula posiblemente aporten más que Clausewitz, con sus nociones platónicas y su énfasis en la búsqueda de batallas decisivas. Los talibanes no buscan batallas decisivas en Afganistán: el éxito de su estrategia reside en evitarlas.
Al mismo tiempo que critica a Clausewitz, Keegan evita incurrir en una perspectiva ahistórica. En esta trampa han caído otros detractores del prusiano, como Mary Kaldor y los teóricos de las nuevas guerras. Es una lástima que el autor no estableciese definiciones más rigurosas, porque su hipótesis es sugerente.
Un segundo problema es que el libro comienza de forma provocadora y sorprendentemente bien escrita, por lo que se convierte en víctima de su propio éxito. Las 400 páginas siguientes no consiguen mantener un listón tan alto. Keegan traza una historia militar que comienza en el Paleolítico y termina en la Guerra del Golfo, y que a pesar de ser fascinante no refuerza su tesis más de lo que lo ha hecho el primer capítulo. En ocasiones ni siquiera resulta convincente, como cuando atribuye la crueldad con que los españoles conquistaron América a la cultura de violencia que introdujeron en Europa las invasiones mongolas. La masacre de cántabros y astures por las legiones romanas es un precedente igual de legítimo, si no más. El Keegan que incurre en la fobia al “barbarismo asiático” es el mismo Keegan que apoyó las intervenciones americanas en Vietnam e Irak: prejuicioso, conceptualmente endeble, y decepcionante en comparación con el que escribe las primeras páginas.
A pesar de estos fallos, Keegan se redime. Su llamada a adoptar formas de conflicto limitadas, más similares a las de tribus primitivas y algunas culturas asiáticas que a la guerra total desarrollada en Europa, es convincente y poderosa. Su intento de sepultar a Clausewitz, al margen de su éxito o fracaso, es estimulante. La erudición de la que hace gala a lo largo del libro convierte Historia de la guerra en una lectura enriquecedora, tanto para expertos en historia militar como para lectores –y reseñistas– curiosos.