Harari y el telón de silicio
Cuando has vendido 25 millones de ejemplares de tu primer libro puedes permitirte una pequeña broma con tus lectores. Puedes, por ejemplo, añadir a tu nueva creación, Nexus, un subtítulo como “breve historia de las redes de la información desde la Edad de Piedra hasta la IA”. Que no tiene nada de breve. Más de 600 páginas (incluyendo notas e índice alfabético) para enmarcar, eso sí, unas ideas brillantes, pero en modo alguno concisas. Yuval Noah Harari, el autor que dedica dos horas del día a la meditación, se está convirtiendo libro a libro en el gurú involuntario de Silicon Valley, a pesar de no llevar móvil y criticar muchos de los postulados del universo tecno-optimista.
Solo por eso valdría la pena leerlo, pero es que, como él mismo dice, no resulta necesario contar hoy las bondades de la inteligencia artificial, el 5G o el Internet de las Cosas. Las propias compañías tecnológicas, hoy mucho más poderosas que las petroleras, se ocupan de hacerlo apoyadas por fuertes y costosos equipos de comunicación. Pero tampoco ocultar sus logros. De ahí la validez de su discurso. Ese “ni para ti ni para mí” que hace tan necesaria su lectura para los que a menudo vivimos imbuidos del espíritu tecnológico y de las novedades que arrastra. O sea, para casi todos en 2024.
Comienza el narrador israelí su historia de la información con 234 páginas donde no termina de entrar en materia. No al menos en lo que más concierne al lector actual: las redes sociales, la inteligencia artificial o el modo en el que los algoritmos impactan en nuestras vidas. Las razones, al cabo, por las que muchos nos hemos comprado este libro.
Sostiene, eso sí, otras ideas interesantes. Que las ficciones son más eficaces para construir sociedades cooperativas que la representación de la realidad. Dice que la Biblia ha sido más operativa para cohesionar sociedades que El origen de las especies, de Darwin. Y que la teoría hoy ampliamente aceptada de que la información conduce a la verdad, y de ahí a la sabiduría y al poder, es una “idea ingenua de la información”.
Ilustrado con un goteo inagotable de ejemplos, llega también a otra conclusión. Sostiene que la diferencia entre democracias y dictaduras radica en cómo gestionan la información. Las dictaduras –dice– se preocupan más por controlar los datos que por comprobar su verdadero valor; las democracias, en cambio, son redes de información transparentes en las que los ciudadanos pueden evaluar y, si es necesario, corregir los datos erróneos.
«El autor, que dedica dos horas del día a la meditación y no lleva móvil, se está convirtiendo libro a libro en el gurú involuntario de Silicon Valley»
En la segunda parte empieza lo realmente interesante del libro. Donde se acuña el término verdaderamente válido del pensador hebreo: el telón de silicio. En clara analogía con el término acuñado por Winston Churchill tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Harari habla de una barrera que se interpone entre nosotros y otras personas, semejantes a nosotros, que en algún momento hemos dejado al otro lado del algoritmo.
Personas con las que ya no tenemos contacto porque no piensan como nosotros, o no comparten las mismas aficiones y, por tanto, han dejado de aparecer en el feed de nuestras redes sociales. Son amenazas que, incluso los que nos dedicamos a esto, muchas veces no vemos venir, enfrascados en nuestro día a día. Simplemente ese telón se desploma y te deja atrapado a un lado, rodeado de personas que piensan como tú y ajena a muchas otras, aunque vivan en la misma calle. Pero, como decíamos, no es la de Harari únicamente una visión apocalíptica de lo que nos espera. También habla de la capacidad de diseñar buenos algoritmos de las compañías tecnológicas cuando realmente se lo proponen. Y cita como ejemplo a Google, que ha sido capaz de eliminar un 99,9% del spam o del correo no deseado que antes inundaba nuestros buzones.
Y de la capacidad de las sociedades democráticas para evitar los excesos de la inteligencia artificial. Si nos esforzamos, dice, podremos crear un mundo mejor. “Esto no es ingenuidad, es realismo. En su día todo lo viejo fue nuevo. La única constante de la historia es el cambio”, concluye.