En el espacio de cuarenta años, la mayor parte de la Europa occidental, destruida y luego reconstruida, ha conocido el crecimiento y después la crisis; la creencia en un progreso continuo seguida, mayoritariamente en nuestros días, de una sensación de duda en cuanto a su capacidad para convertirse en uno de los principales protagonistas de una competición que reviste ya alcance mundial.
Es evidente que Europa dejó de ocupar un puesto excepcional desde que surgieron nuevas potencias económicas, y es un hecho que algunas, como Japón o Corea del Sur, continúan registrando en general tasas de expansión más rápidas que las suyas. Pero igualmente no hay que desdeñar su posición, que sigue siendo destacada.
Una posición destacada
El Producto Interior Bruto (PIB) europeo –en capacidad adquisitiva– se acerca al de los Estados Unidos y es muy superior al de Japón. Su cuota en las exportaciones mundiales (excluidos los intercambios intracomunitarios) sobrepasa ampliamente la de Norteamérica y aún más la japonesa. En porcentaje de PIB, su balanza de pagos corrientes es positiva y continúa aumentando, aun cuando algo más lentamente que la nipona; la de los Estados Unidos es negativa y no cesa de agravarse.
Sería ciertamente absurdo afirmar en consecuencia que todo está mejorando. Por ejemplo, si se toma como referencia el criterio –bastante sumario, pero cierto– de las cifras de negocio, puede comprobarse que en 1985 sólo veintinueve sociedades europeas figuraban entre las cien primeras del mundo, frente a cuarenta y dos en 1980. Todas las grandes potencias económicas han visto disminuir la participación de la población activa en la agricultura y aumentar la de los servicios; pero el empleo industrial se halla hoy en los Estados Unidos en el mismo nivel que antes de la crisis; es superior en Japón y muy inferior en Europa. Por otro…