Al mundo occidental le inquieta, y no sin razón, el vacío que acaba de abrirse en el centro de Europa tras el hundimiento de la hegemonía soviética, seguido de la unificación alemana. Lo que queda del sistema al que damos el nombre de Yalta es una serie de centenares de miles de soviéticos uniformados que asisten pasivamente a la democratización –pacífica aquí, turbulenta allá– de los países ocupados; entretanto la retirada de las tropas soviéticas, empezada el año pasado, prosigue o se acelera. La ideología marxista-leninista se ha evaporado. El modelo de desarrollo soviético que incluso algunos respetables economistas occidentales presentaban como una alternativa al modelo liberal, ha mostrado su incapacidad. El Pacto de Varsovia ha perdido prácticamente su razón de ser ya que sus cláusulas secretas –que legitimaban la intervención de la URSS cada vez que ésta considerara amenazada su hegemonía, camuflada en el concepto internacionalista– parecen olvidadas para siempre. Los miembros no soviéticos del Bloque se preguntan si el mantenimiento del CAME (también llamado COMECON) tiene todavía sentido y si no valdría la pena sustituir esa comunidad por una serie de acuerdos comerciales bilaterales con la URSS y con los países de Europa del Este. Los países exsatélites –Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria, Rumanía– tratan de reorganizarse y de otorgarse nuevas constituciones de las que desaparezca el artículo relacionado con el papel dirigente de cada Partido Comunista. Aspiran a contar, cuanto antes, con Parlamentos libremente elegidos, con gobiernos representativos capaces de movilizar las energías populares para la empresa gigantesca que a todos aguarda: reconstruir unas economías arruinadas por el dirigismo.
Se habla mucho, en estas condiciones, del diseño de un nuevo mapa de Europa central, cuando no de Europa entera, ya que el proceso de descolonización ha comenzado también en el interior del imperio soviético.
Los progresos de reestructuración…