La gran ciencia, como la practicada en el Gran Colisionador de Hadrones o la impulsada por los programas de EE UU y la UE para el conocimiento del cerebro humano, avanza en un contexto dominado por la crisis económica. La historia dictaminará la validez de estos megaproyectos.
Una de las primeras cosas que sorprenden al entrar en el experimento más grande del mundo es su similitud con las películas de ciencia-ficción. Luego uno se da cuenta de que es aún mejor: todo esto es real. Lo primero que hay que hacer para bajar al anillo subterráneo de 27 kilómetros del Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés) es pasar un examen de retina. Hay que estar muy quieto mirando una pequeña pantalla hasta que el sensor da su visto bueno y las puertas enrejadas se abren. Entonces se accede a un enorme ascensor cuyo interior está presurizado como un traje de astronauta y queda totalmente aislado del espacio que le rodea. Al contrario que en el resto de edificios del mundo, este ascensor es el lugar más seguro en caso de incendio y todo el mundo debe encerrarse en él si suena la alarma. La imponente caja desciende a unos 100 metros de profundidad bajo los plácidos campos que se extienden entre la frontera de Francia y Suiza. Los túneles están moteados de advertencias de seguridad en caso de escapes de gases tóxicos. Un detector colgado del cuello avisa si los niveles de radiación superan lo permitido. Y después de todo este viaje plagado de controles tecnológicos se alcanza por fin el corazón de la máquina. Se trata de un amasijo de imanes y cables en forma de cilindro que alcanza una altura de nueve pisos. En su centro se encuentra el punto donde empieza todo. Es el…