Parece mentira que el país más poderoso y próspero del mundo ande como un gigantesco cíclope sin ojo dando traspiés sin saber a dónde va y revolviéndose contra males que ni conoce ni comprende: la pandemia del coronavirus, la dolorosa explosión del resentimiento racial y la profunda recesión económica que sufrirá en breve.
La jefatura de este gran país, tanto de la presidencia como de su Congreso, no ha sabido concebir e imponer un plan nacional para detener la pandemia; al contrario, parece como si hubieran hecho todo lo posible por fomentarla. El presidente sigue mofándose de los científicos, se niega a usar mascarilla, hasta el punto de que su uso se ha convertido en un auténtico mensaje político. Donald Trump quiere que a toda costa los trabajadores vuelvan a recuperar la economía y ahora se ha lanzado a una batalla política por forzar la apertura de los colegios en septiembre. Como esos niños que antes del uso de la razón se empeñan rabiosamente en imponer su capricho, el presidente actúa como si su voluntad fuera suficiente para que el virus se esfume (“como un milagro”) y el país entero vuelva a la normalidad que le procure la reelección.
Lo que en otros países es una lucha nacional y científica contra la pandemia, con el aplaudido sacrificio de los médicos y enfermeras y la angustia del confinamiento, se ha convertido en Estados Unidos en una pelea abierta, una especie de guerra civil de los partidarios del presidente contra los que quieren seguir las recomendaciones de los científicos, hasta el punto de atacar violentamente en la calle a los que exhiben protección y presentarse con armas en la legislatura de los Estados para exigir su fin.
Ahora que ha perdido la campaña para la prevención de la pandemia, Trump acude a…