POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 43

Guerra caliente y paz fría, por Boris Nikolaevitch Yeltsin

Editorial
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Con su prestigio aún dañado por la incapacidad de reacción, las dudas y la falta de coordinación mostradas en el conflicto de la antigua Yugoslavia, Europa, EE UU y la OTAN vieron cómo, en diciembre de 1994, una nueva guerra amenazaba la supuesta placidez del nuevo orden mundial y podía convertirse en antesala de una segunda guerra fría.

Desde hacía unos meses, era perceptible un nuevo tono más nacionalista y agresivo en la administración rusa. El ministro de Asuntos Exteriores, Andréi Kozirev, se había manifestado en contra de la ampliación de la OTAN y revelaba un radicalismo que casi podía compartir el propio Vladimir Zhirinovski; una postura que le alejaba de su, hasta entonces, aparente inclinación prooccidental y de sus propuestas de cooperación con EE UU. El pasado 1 de diciembre, en una reunión con los ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN, Kozirev acusó a la Alianza Atlántica de dividir a Europa de nuevo, al pretender la incorporación de los antiguos aliados de Moscú. El propio Yeltsin, en la cumbre de la CSCE, celebrada en Budapest el 6 de diciembre, mantenía esta dialéctica y amenazó con una “paz fría” en el continente si no se respetaban los derechos de la Federación Rusa como gran potencia. En estas circunstancias, la intervención del ejército ruso en Chechenia el 11 de diciembre desató una guerra que, con independencia de su resultado, transformará las relaciones de Moscú con los occidentales. Las implicaciones del conflicto no son aún del todo claras y trataremos de analizarlas en esta nota editorial.

Los efectos más inmediatos son de una gravedad mayor, puesto que lo que está en juego es la forma del régimen político ruso: su tenue democracia se tambalea y una línea dura toma posiciones en esa lucha de poder que es el factor más evidente…

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