Gorbachov está indudablemente demasiado inmerso en la solución de ciertos problemas prioritarios –enderezar el rumbo de la economía soviética sacudiendo la apatía de la población, hallar una salida para la cuestión de Afganistán, buscar un nuevo “modus vivendi” con los Estados Unidos y China– para ocuparse de la revisión de las relaciones de la URSS con los países socialistas europeos. Es Igual- mente cierto que ha heredado de sus predecesores una situación en este terreno en la que, con excepción de Polonia y quizá de Rumania, nada exige, al menos de inmediato, la introducción de un “rumbo innovador” comparable al que trata de imponer en la Unión Soviética. Sea lo que fue- re, el contraste es evidente entre los cambios masivos efectuados por Gorbachov en todos los sectores de la vida soviética y la estabilidad de la clase dirigente en las democracias populares, donde en los últimos años no ha caído ninguna cabeza. El único cambio relativamente importante se ha dado en la República Democrática alemana; mas podría decirse que el “número uno” de este país, Erich Honecker, ha precedido –y en modo alguno seguido– el ardor purificador de Gorbachov al eliminar, a partir de 1985, a su rival ortodoxo más inquietante, Konrad Naumann. No se detecta la menor prisa entre los dirigentes de los países del Este por seguir la política de glasnost (apertura), nueva versión de la campana autocrítica lanzada en 1956 por Nikita Kruschev en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS. Así, paradójicamente, en tanto el centro del sistema parece un poco “desestabilizado” por el reformismo de Gorbachov (el cual, sin embargo, es más limitado y sobre todo verbal que profundo y práctico), así como también por la lucha por el Poder que, iniciada al final de la era Breznev, no da la impresión…