El debate sobre la globalización no cesa. Sin embargo, cuanto más accesible es la información, cuando cualquier persona puede tener acceso desde su ordenador personal a sofisticados análisis políticos, más parece renacer la necesidad de hacer frente al sistema sin reflexionar siquiera sobre cuáles han de ser los términos de la discusión. La globalización produce nuevas desigualdades. Tampoco hay duda de que si quiere evitarse una reacción contra el libre mercado que ponga en peligro los avances del último medio siglo –que también han conocido, por cierto, regiones pobres del planeta en Asia o América Latina– hay que prestar atención a los enemigos de la mundialización.
Pero la necesaria corrección del déficit democrático en los organismos internacionales o la urgencia de introducir unas cláusulas laborales y medioambientales en los acuerdos multilaterales de comercio, poco tienen que ver con las protestas de Gotemburgo o Génova, en las que las denuncias hechas de buena fe por muchos millares de manifestantes se ven contaminadas y sustituidas por la barbarie de unos pocos provocadores. Lo ocurrido en Génova con ocasión de la última cumbre del G-8 obliga a preguntarse si la globalización no es el último pretexto de los movimientos antisistema.
Es cierto que la apertura de los mercados mundiales y la revolución en las tecnologías de la información han desatado unas fuerzas que escapan al control de todo gobierno y provocan la inseguridad de muchos ciudadanos. Pero habría que reflexionar sobre si las quejas antiglobalizadoras no son el reflejo de un escepticismo generalizado respecto a la política, magnificado por muchos medios de comunicación. La desconfianza en los gobiernos es una de las características más marcadas de las democracias del mundo industrializado, y poco contribuyen a reducirla las maneras de gobernar de los políticos contemporáneos, que han sustituido los principios por las reglas de…