Si Italia y la UE quieren presentarse como actores creíbles, deberían poner en marcha nuevas políticas migratorias, más allá de la seguridad.
En los últimos años, la cuestión de la inmigración ha ido adquiriendo cada vez más importancia en el debate político europeo. Solo en los tres últimos años, más de 1,5 millones personas de África subsahariana, Oriente Medio y Norte de África han cruzado el Mediterráneo para llegar a Europa. Este hecho ha contribuido a generar la impresión de estar viviendo una invasión sin precedentes. Por un lado, los partidos euroescépticos y populistas han manipulado esta sensación; por otro, ha aumentado la sensibilidad de la ciudadanía con respecto al problema. Presionados por la opinión pública y queriendo conservar el consenso político, los gobiernos europeos han adoptado distintas medidas para hacer frente al aumento de flujos migratorios. Según el Reglamento de Dublín, el país al que pertenece el primer puerto debe llevar a cabo y gestionar los procedimientos de solicitud de asilo. Por esta razón –además de por su cercanía geográfica a las costas norteafricanas– Italia se ha convertido en uno de los países más afectados por la cuestión migratoria. En verano de 2017, ante la llegada continua de personas procedentes del litoral libio, el gobierno italiano diseñó una estrategia destinada a ralentizar los flujos entrantes. El denominado “pacto Minniti” (por el nombre del ministro de Interior, Marco Minniti, promotor de la iniciativa) prevé la implicación directa de las autoridades del Gobierno de Acuerdo Nacional de Libia (GNA), así como de varios actores no estatales libios, con el propósito de resolver el problema migratorio directamente en el continente vecino. Por medio de acuerdos con representantes de autoridades locales y tribales de la frontera entre Libia y Níger, así como con la guardia costera libia, Italia ha influido en la tendencia…