La euforia desatada en EE UU por la «revolución del esquisto» no tiene razón de ser. A las dificultades en el ámbito de la prospección hay que sumar los obstáculos legales relacionados con el cambio climático. La retórica de la independencia energética promueve una falsa seguridad.
La Agencia de Información Energética (EIA, por sus siglas en inglés) del departamento de Energía de Estados Unidos, encargada de realizar previsiones, augura que antes de 2016 EE UU producirá unos 9,6 millones de barriles de crudo diarios, aproximadamente la mitad provendrán de petróleo de formaciones compactas. Esta previsión ha dado pie a un eufórico discurso sobre la independencia energética del país, asunto pintiparado en las actuales circunstancias políticas estadounidenses. Sin embargo, la viabilidad de esa independencia no parece haber sido objeto de estudios rigurosos. Los pozos son finitos, caros y ofrecen una reducida tasa de recuperación de petróleo. Los operadores han sobrestimado el volumen de las reservas y la situación económica de las empresas se deteriora desde hace cuatro años. Algunas innovaciones técnicas, como el alargamiento de pozos laterales, no garantizan el rendimiento a largo plazo, y grandes compañías como Exxon Mobil o Royal Dutch Shell están incurriendo en enormes cargos por deterioro en sus activos relacionados con esquistos (esta última, por ejemplo, ha anunciado que planea vender el 50 por cien de sus activos de América del Norte). Además, tanto la EIA como la Agencia Internacional de la Energía (AIE) prevén que los esquistos toquen techo en breve y caigan en picado. Para la AIE, la “revolución del esquisto” será cosa del pasado en apenas una década.
La energía es la base fundamental de la economía global, de modo que el libre acceso a ella resulta vital para todas las economías modernas. La pérdida de vidas, los gastos desorbitados y los fracasos…