El logro en Ginebra es extraordinario para Occidente, pero a Teherán se le ha dado poco. La UE tiene que compensarlo haciendo lo que EE UU aún no puede: desmontar progresivamente sus sanciones. Si Irán cumple, deberá ser aceptado como poder emergente.
A pesar de la implicación de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas más Alemania, del propio Irán, de Israel y de las monarquías del golfo Pérsico, la solución de esta crisis descansa en tres protagonistas: Estados Unidos, Irán e Israel.
Sospecho que en algún momento la crisis nuclear fue tomada en Washington como una excusa oportuna. La esencia del problema no radicaba en el átomo, sino en una eventual reanudación de los lazos entre Washington y Teherán. Con George W. Bush y Mahmud Ahmadineyad no fue posible avanzar.
Ahmadineyad, con su política lenguaraz, no tuvo otro propósito que hostigar a Occidente y a Israel buscando el apoyo populista dentro de Irán. Bush vio la ocasión para provocar el regime change. Primero con sanciones, luego con aquello de “todas las opciones están sobre la mesa”. Listos para la acción, la administración estadounidense esperaba un error de Teherán. O se jaleaba la acción de otros.
En octubre de 2008, en plena campaña presidencial, dos diplomáticos de la embajada de España en Washington visitaron a Kori Schake, responsable de la política exterior del senador John McCain. Schake se extendió sobre los desafíos que afrontaría el nuevo presidente en 2009. Llegado el turno de Irán, señaló a ese país como “el gran problema”. Experta en asuntos de seguridad, Schake aseguraba que los israelíes tenían razón cuando señalaban que el límite para poner fin al “programa nuclear iraní se situaba en la primavera-verano de 2009. Entonces habría que tomar decisiones duras”…