Autor: Andrew Nagorski
Editorial: Crítica
Fecha: 2024
Páginas: 368
Lugar: Barcelona

Freud, Viena y el origen del antisemitismo

Una biografía grupal de los admiradores, pacientes, familiares, colegas y colaboradores de Freud y el retrato de una ciudad y un mundo en vías de extinción. La recurrente aparición de textos como el de Nagorski y películas como 'The zone of interest', evidencian que el Holocausto sigue siendo un asunto contemporáneo y, al mismo tiempo, un misterio insondable.
Luis Esteban G. Manrique
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Nada pertenece solo al pasado. Todo es aún parte del presente y podría volver a serlo del futuro”. Fritz Bauer, fiscal general de Hesse, explicando a la prensa porqué estaba empeñado en que los alemanes reconocieran los crímenes que se cometieron en su nombre durante el III Reich.

Citado por Andrew Nagorski en The nazi hunters (2017).

 

En The zone of interest, su recreación de la novela de Martin Amis sobre el entorno familiar campestre de Rudolf Höss, comandante del campo de Auschwitz, Jonathan Glazer prescinde de los íconos habituales del Holocausto para retratar la cotidianeidad paralela con la que se gestionaba el genocidio.

El contraste entre las bucólicas escenas en jardines, prados y ríos que rodeaban las cámaras de gas y los crematorios –cuya presencia solo revelan los ruidos macabros y la ceniza que provenían del campo de exterminio– muestran que la ceguera voluntaria –privada y colectiva– eximía a los alemanes de cualquier responsabilidad. Out of sight, out of mind, reza un dicho inglés; algo así como ojos que no ven, corazón que no siente.

Glazer sugiere que, en cierto modo, los nazis esterilizaban el sentido de la vista para crear un universo criminal paralelo –aséptico y casi invisible para la mayoría de alemanes– engañó a muchas de sus futuras víctimas, entre ellas las viejas familias de la burguesía vienesa judía a las que pertenecían Sigmund Freud, Gustav Mahler y Stefan Zweig y que nunca concibieron posible que el país de Goethe y Beethoven pudiese industrializar el asesinato masivo.

Cuatro hermanas del fundador del psicoanálisis murieron en Treblinka. El propio Freud pudo escapar de la Viena ocupada y con turbas quemando sinagogas y comercios judíos, por una suma de factores –providenciales y no– que le permitieron morir en libertad en Londres.

De la boca del lobo pasó a una acogedora casa con jardín en Marsefield Gardens en la que le visitaron Virginia Wolf, Isaiah Berlin y Salvador Dalí, entre otras celebridades en medio del reconocimiento internacional. En una especie de thriller histórico, Andrew Nagorski cuenta los vertiginosos y poco conocidos acontecimientos que condujeron a ese desenlace. El telón de fondo es la Viena de la Belle Époque en la que surgió el antisemitismo moderno.

 

Civilización y barbarie

El libro es en realidad una biografía grupal de los admiradores, pacientes, familiares, colegas y colaboradores de Freud y el retrato de una ciudad y un mundo en vías de extinción. La recurrente aparición de textos como el de Nagorski y películas como las de Glazer, evidencian que el Holocausto sigue siendo un asunto contemporáneo y, al mismo tiempo, un misterio insondable, lo que permite abordarlo desde perspectivas inéditas –y perturbadoras. La tranquilidad de la vida cotidiana de los Freud en la Viena que describe Nagorski se explica en parte por la de la familia de los Höss que describe Glazer.

 

Amnesia colectiva

Cuando en 1957 Núremberg erigió un monumento a las víctimas de los bombardeos aliados, las autoridades municipales incluyeron algunas piedras de los escombros de la sinagoga que turbas nazis destruyeron en 1938. La placa  conmemorativa, sin embargo, no lo mencionaba, con lo que el destino de los judíos,  quedó enterrado –literalmente– al lado de las víctimas alemanas.

La evasión de la realidad era mutua. En varios episodios del libro, Freud insiste,  como si intentara convencerse a sí mismo, en que la Sociedad de las Naciones protegería a las minorías o que el catolicismo austriaco salvaría a los judíos, olvidando –¿involuntariamente?– que muchos de los jerarcas nazis, comenzando por Hitler, eran católicos y austriacos. Nagorski recuerda que en la Alemania de la posguerra se hizo popular el dicho de que los austriacos habían convencido al mundo de que Beethoven era austriaco y Hitler alemán.

 

Eros y Tánatos

En la demonología antisemita, Freud, la “pseudociencia judía” del psicoanálisis, y los psicoanalistas, a excepción del suizo Carl Jung o el galés Ernest Jones, casi todos judíos, ocupaban los últimos círculos del infierno por su obsesivo interés en la sexualidad. No era la primera vez que sucedía algo así.

En Elementos helenísticos de los textos bíblicos (1880), Samuel Bloch, un rabino austriaco de la época famoso por sus debates con teólogos antisemitas, sugirió un paralelismo entre los judíos helenizados de la Antigüedad y sus contemporáneos vieneses asimilados a la cultura alemana. “El principal crimen de los helenizadores fue introducir a los hebreos en el culto a la sensualidad”, escribió, explicando la insurrección y victoria de los macabeos sobre la dinastía helénica seléucida y la creación del reino Asmoneo (164-63 a. C.).

Según escribió Zweig en sus memorias –El mundo de ayer (1942)–, en esos años las familias vienesas católicas tradicionales, que cultivaban una moralidad tan hipócrita como opresiva, encerraban a sus hijas para que no tuvieran contactos físicos “indebidos” con extraños, especialmente si eran judíos.

Al popularizar –voluntariamente o no– la idea de que el deseo sexual era un impulso universal con variables objetos de deseo, Freud, que en lo personal era puritano y monógamo, legitimó como naturales casi todas las proclividades eróticas, escandalizando a una sociedad que asociaba la sexualidad a costumbres disolutas, libertinas o pervertidas.

Freud parecía no ser consciente de ello pese a que a fines de 1914, escribió que al lado de Eros y Libido, vivía otro dios, más cruel y brutal, Tánatos, el instinto de la muerte y la barbarie. Algunos judíos alemanes como Albert Einstein, que partió hacia EEUU en diciembre de 1932, advirtieron el peligro pronto, pero fueron la excepción. A Freud su legendaria perspicacia le sirvió de poco. Cuando en marzo de 1938 sus hijos Anna y Martin fueron interrogados por la Gestapo, llevaban entre los dientes una cápsula de cianuro para librarse de la tortura.

 

Secretos de Viena

Viena guarda muchas de las claves para resolver el misterio de la resistencia de Freud a enfrentarse a la realidad, entre ellas su apego a su vibrante vida cultural, sus cafés y paseos por la Ringstrasse. Entre 1857 y 1910, cuando era la capital del segundo imperio más extenso y poblado de Europa, su población total se quintuplicó, pero la judía se multiplicó por 28 por la llegada de los ostjuden de Besaravia, Bukovina y otras regiones del este europeo.

En Leopoldstadt y Alsergund, donde vivía Freud, los judíos eran el 20,5%, la mayoría abogados, médicos, profesores o periodistas. Según escribe Jaques de Riquer en Les juis viennois à la belle époque (2013), aunque solo el 10% de los vieneses eran judíos, eran el 40% de los estudiantes de los gymnasium, el 42% de los directores de bancos y el 70% de los börsenrath, corredores de bolsa.

En 1900, los judíos alemanes eran el 0,95% del total, pero el 31% de las mayores fortunas pertenecían a familias judías: Rothschild, Bleichröder, Stern, Oppenheim, Seligman… En Zur judenfrage (1843), Karl Marx –que descendía de un linaje de rabinos de Trier (su padre, Herschel Levy, fue bautizado como Heinrich Marx)– sostuvo que el fundamento secular del judaísmo era la usura y su dios el dinero.

Por la derecha, el peligro era aun mayor. Tras el crack de la bolsa de Viena en 1873, políticos populistas como Georg von Schönerer culparon de la crisis a los plutócratas judíos y a la ley de 1867 que les concedió la ciudadanía.

 

Judíos no judaicos

Los judíos estaban asociados a todo lo que moderno: el capitalismo, el socialismo y el nacionalismo que encarnaba el sionismo, el más radical y religioso de todos. Los judíos seculares, agnósticos o ateos como Freud –non-jewish jews, como los llamó Isaac Deutscher– eran herederos de Baruch Spinoza (1632-1677).

Según escribe Ian Buruma en Spinoza (2024), el filósofo sefardí amstoledano ejemplificó para Heine, Hess, Marx y Freud cómo ser judío sin creer en el judaísmo. En A state at any cost (2019), su biografía de David ben Gurion, Tom Segev escribe que el fundador del Estado de Israel estaba convencido que Spinoza era el filósofo judío más importante desde los profetas bíblicos.

Destacados teóricos marxistas austriacos –Bauer, Adler, Eckstein…– eran judíos, como siete de los 10 fundadores del Partido Comunista Polaco y varios de los líderes bolcheviques más cercanos a Lenin: Trotsky (Bronstein), Kamenev (Rosenfeld) y Zinoviev (Aronovich)…

 

Judíos invisibles

Zweig decía que en Viena era más fácil ser europeo que en ninguna otra parte y que el genio de la ciudad consistía en su modo de armonizar contrastes étnicos y lingüísticos y propiciar una síntesis cultural. No era el único. Bloch se declaraba “austriaco de religión judía” y Arthur Schnitzler “judío, austriaco, alemán”.

Karl Lueger (1844-1910), elegido alcalde de Viena en 1895, unió el antijudaísmo católico con el nuevo antisemitismo económico y racial para atacar a los que llamaba judíos “invisibles”: los vieneses que en los espacios públicos en nada se diferenciaban de los demás, excepto en las fantasías que se proyectaban sobre ellos. La mayoría eran judíos de tres días al año –Pésaj, Rosh Hashaná, Yom Kippur– y visitas a la sinagoga para circuncisiones, bar mitzvahs y bodas.

En Mein Kampf (1926), Hitler escribió que sus años de juventud en Viena le hicieron consciente de las amenazas que representaban el marxismo y los judíos para el pueblo alemán. La “repelente conglomeración de razas” de la ciudad le pareció la encarnación misma de la “profanación racial”.

Según el líder y teórico pangermanista George von Schönerer, la identidad judía no era religiosa sino “racial”, una condición biológica inmutable. Yuri Slezkine escribe en The jewish century (2004) que el marxismo y el freudismo eran en realidad religiones organizadas, con sus propias iglesias, sectas y textos sagrados y mesías que creían haber descifrado los secretos de la historia y del inconsciente colectivo.

En sus últimos años, Freud solía compararse con Copérnico, Galileo, Leonardo y Darwin pese a que según el psiquiatra irlandés Anthony Clare en el mejor de los casos el psicoanálisis estaba basado en observaciones clínicas dudosas y que pasaría a la historia como la alquimia o el purgatorio.

 

Autos de fé

En el otoño de 1933, los nazis quemaron en hogueras los libros de prominentes autores judíos como Freud por pervertir “todo lo que había de noble en el alma humana”. En los años treinta, Freud era ya una figura reconocida, lo que hizo de su rescate una causa que abrazaron políticos, intelectuales, diplomáticos y aristócratas, entre ellos Marie Bonaparte, princesa consorte de Grecia y Dinamarca, y William Bullit, embajador de EEUU en París.

Ambos consiguieron los visados británicos y los fondos para pagar los permisos de salida –Reichsfluchtsteuer– de 15 familiares y colaboradores de Freud. Bullit envió un coche de la embajada con la bandera de EEUU para que se custodiara la casa de los Freud en Berggasse 19. Freud mantuvo siempre la serenidad y el sentido de la ironía. Antes de partir para Londres, obligado a firmar un documento que aseguraba que había recibido un buen trato, Freud preguntó si podía añadir un comentario personal. “Recomiendo encarecidamente a la Gestapo”, escribió.