Frenar la carrera de armas nucleares
El libro de Ignacio Cartagena y Vicente Garrido nos recuerda que antaño se creyó que el presente tendría que haber sido un lugar mucho más peligroso de lo que terminó siendo, un mundo que aglomeraría a docenas de Estados amenazándose entre sí con armas nucleares. Por ejemplo, la administración Kennedy calculaba que en los años setenta habrían 25 potencias nucleares, Hermann Kahn elevaba la cantidad a 50, mientras que Albert Wohlstetter situaba el número entre 30 y 40. Muchos gobiernos desarrollaban programas nucleares que habrían desembocado en la capacidad de fabricar armas (España, Brasil, Corea del Sur, etc.).
Los autores han dado a luz a un libro muy completo que está llamado a ser una referencia en su campo. En él exponen, con un estilo accesible, entre el ensayo histórico y el texto académico, la evolución del régimen de no proliferación, mostrando que su éxito fue contingente y que su futuro es incierto. La primera fase de la no proliferación (1945 a 1962) fue un fracaso. Los planes Baruch y Gromyko, que pretendía el desarme atómico a través de una autoridad nuclear central mundial, quedaron en nada. Las potencias mundiales se guiaban por una concepción del interés nacional sin fisuras, tratando de maximizar su cuota de poder, en el que las armas nucleares se veían como el instrumento definitivo para alcanzar la superioridad militar. Tener más bombas que el adversario, o desarrollar un arsenal atómico propio en caso de que no se poseyera, era el tótem al que se subordinaban el realismo y la estrategia.
La crisis de los misiles de Cuba de 1962 abre la segunda fase. El riesgo real de una guerra termonuclear global hizo palpable que esas armas no eran ya un instrumento para la victoria militar, sino que implicaban vulnerabilidad catastrófica: destrucción mutua asegurada, invierno nuclear, contaminación radiactiva. Percibir esa realidad hizo cambiar el paradigma anterior, atrapado en el falso dilema entre el desarme imposible o una carrera hacia el apocalipsis, en favor de una solución intermedia de cooperación para establecer normas que dificultaran la propagación nuclear a nuevos actores (proliferación horizontal) y que limitara el tamaño de los arsenales existentes (proliferación vertical). Grandes tratados, como el TNP, crearon un oligopolio de solo cinco potencias atómicas legítimas. Los acuerdos de control de exportaciones, como el GSN, restringieron el acceso a tecnologías que manipularan el ciclo del combustible nuclear que permitiera fabricar bombas. Tratados bilaterales de control y reducción de armas, como el SALT y el START, detuvieron la carrera y comenzaron un proceso de disminución.
Aunque el régimen de no proliferación supuso la renuncia del idealismo (desarme y abolicionismo nuclear), impulsó normas muy relevantes: se pudo tener confianza, por ejemplo, en que la reducción de armas de una gran potencia no fuera considerada como una debilidad, sino que instauró la certeza de que la otra potencia también reduciría su arsenal de manera correspondiente.
Los autores exponen que, en la tercera y actual fase de la no proliferación, el régimen atraviesa una grave crisis. Por un lado, la estabilidad estratégica de la bipolaridad, marco geopolítico esencial para poder refrenar la carrera de armas, ha dado paso a un mundo crecientemente multipolar e inestable, en el que nuevas tecnologías (armas hipersónicas) y estrategias militares (guerras híbridas) posibilitan la agresión militar limitada entre grandes potencias.
En dicho entorno, argumentan Ignacio Cartagena y Vicente Garrido, las armas nucleares parecen recobrar cierta utilidad coercitiva (como en la primera fase) y no solamente disuasiva (como en la segunda), lo que alienta una nueva competición armamentística. Por otra parte, el régimen de no proliferación también se debilita por el idealismo abolicionista radical, en busca de implantar reglas maximalistas de desarme, que en última instancia no tendrán éxito al carecer del apoyo de las grandes potencias. Logrará solo resquebrajar las normas actuales y facilitará la diseminación de tecnologías nucleares. En conclusión, si bien el futuro que Kennedy temía para los años setenta no se materializó, nadie sabe si se hará realidad en la década de 2040.