POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 221

Nicolas Sarkozy (i) y el nuevo primer ministro de Francia, Michel Barnier, en la ceremonia de clausura de los Juegos Paralímpicos. (París, 8 de septiembre de 2024). GETTY

Francia: ¿final de un suspense?

Ni mayoría presidencial, ni cohabitación con la oposición: el nombramiento de Michel Barnier como primer ministro refleja una situación política inédita en la V República.
Jean Desazars de Montgailhard
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La situación en Francia, desde la disolución fallida de la Asamblea Nacional  del 9 de junio, es excepcionalmente compleja: nunca antes en la V República se había dado una situación en la que no se pudiera discernir una mayoría clara, ni a favor ni en contra del presidente, en la Asamblea Nacional.

La composición de la Asamblea Nacional francesa después de las elecciones legislativas anticipadas se caracteriza por la coexistencia de tres grupos de tamaño similar. El Nuevo Frente Popular (NFP), que reúne a la extrema izquierda (La France Insoumise/LFI), a los comunistas, ecologistas y socialistas, suma 193 escaños. La antigua mayoría presidencial (Ensemble pour la République, Modem y Horizons) llega segunda con 166 diputados. La extrema derecha del Rassemblement National (RN) de Marine Le Pen y sus aliados del grupo de Eric Ciotti cuenta con 142 diputados. Además de estos tres componentes, la derecha moderada (Droite Républicaine) consigue 47 escaños, el grupo LIOT (independientes pero que votaron contra la reforma de las pensiones) 21 y los No Inscritos ocho.

Se necesitan 289 escaños para alcanzar la mayoría absoluta: ninguna de las tres grandes agrupaciones lo consigue. El NFP por sí solo no puede derribar el gobierno. Para ello tendría que aliarse con RN, salvo que se formaran otras alianzas negativas.

Un elemento esencial es que la actual composición de la Asamblea es el resultado de una maniobra, conocida como “frente republicano”, por la que durante la segunda vuelta los distintos partidos acordaron, a instancias del presidente Emmanuel Macron, negociar distrito por distrito la presentación de un candidato único para minimizar la presencia parlamentaria de la extrema derecha, que había salido vencedora en las elecciones europeas. En consecuencia, una Francia predominantemente de derechas no se ve fielmente reflejada por una Asamblea en la que el grupo artificialmente más representado es, paradójicamente, el de la izquierda.

En semejante contexto, el presidente de la República, cuya prerrogativa exclusiva es nombrar al primer ministro, sin obligación constitucional de plazo ni imperativo alguno ligado a su pertenencia a un partido, ha buscado durante semanas a un candidato que no fuera susceptible de ser rápidamente censurado.

En primer lugar, rechazó un gobierno del NFP (que propuso a Lucie Castets como primera ministra) con el argumento de que hubiese sido censurado de inmediato. Luego, no habiendo reconocido aún la derrota de su partido en las legislativas, y deseoso de no renunciar a ninguna de las políticas aplicadas hasta la fecha, buscó un primer ministro cercano al macronismo o una figura “técnica” poco propensa a oponérsele. Consciente de que los franceses verían en ello una farsa, trató seguidamente de reunir una mayoría de centroderecha, creyendo que lograría atraer a Los Republicanos al gobierno siempre que les ofreciese una verdadera alianza y no, como hasta ahora, una caza furtiva caso por caso. Pero Los Republicanos anunciaron claramente que no desempeñarían el papel de auxiliares de Macron, y el RN puso fin definitivamente a esta opción al

anunciar que censuraría al republicano Xavier Bertrand. Macron giró entonces a la izquierda, pensando que lograría hacer estallar la alianza electoral del NFP: ofreció el puesto de primer ministro a varios socialdemócratas hostiles a la alianza con los Insumisos de Mélenchon, en particular al ex primer ministro de François Hollande, Bernard Cazeneuve, pero tuvo que enfrentarse con el hecho de que ese perfil sería censurado tanto por el NFP como por el RN.

 

Los errores de Macron

En realidad, Macron cometió tres errores en su análisis del resultado de las elecciones legislativas:

  • En primer lugar, creer que la coalición de izquierdas sería fácil de romper ya que la mayoría de los socialistas detesta a Mélenchon, rechaza su trotskismo provocador y admite que su programa arruinaría Francia. No hay que olvidar que los socialistas están divididos entre sí: casi la mitad critica a su secretario general Olivier Faure por preferir refugiarse en la tradición revolucionaria del partido antes que reactivar un gobierno progresista.
  • En segundo lugar, haber imaginado que la derecha moderada, muy debilitada por su equidistancia entre el centro macronista y la extrema derecha, y por el trasfuguismo del grupo de Eric Ciotti, acabaría aceptando participar en un gobierno hasta el final del segundo mandato del presidente.
  • Por último, quizás lo primordial, no percibir que el horizonte principal para cada uno de los partidos ya no es la situación inmediata, en la que todos saben que sólo hay serios retos que afrontar y golpes que recibir, sino la perspectiva de las elecciones presidenciales de 2027.

 

Todos intentan posicionarse lo mejor posible, asumiendo que el resultado más probable será tener que oponerse en 2027 a una Marine Le Pen cada día más fuerte, aunque el “frente republicano” de las elecciones legislativas le haya hecho perder, temporalmente sin duda, la preeminencia que el Rassemblement National se había ganado en las elecciones europeas. Fue una victoria pírrica conseguida pagando un precio demasiado elevado a la extrema izquierda. En consecuencia, Mélenchon se regodea en la provocación permanente, un ejercicio en el que hay que reconocerle un talento inigualable, para asegurarse el papel de único adversario en segunda vuelta de Marine Le Pen en 2027. Mientras, Los Republicanos temían comprometerse para 2027 al aliarse con Macron, sin olvidar a muchos de los centristas que se sintieron traicionados por el presidente durante su inexplicable disolución de la Asamblea del 9 de junio y buscan un futuro independiente de Macron. Síntoma revelador de esta obsesión por la elección presidencial, el ex primer ministro Edouard Philippe, líder del grupo Horizon hasta ahora aliado de Macron, pero cada vez más distante, acaba de declararse oficialmente candidato presidencial, optando por hacerlo en un momento que a los franceses les cuesta entender, a menos que consideren que Philippe se anticipa a un final prematuro del mandato del presidente.

 

Barnier, un hombre de diálogo

Tras estos y otros múltiples ensayos fallidos con los partidos, el 5 de septiembre Macron resolvió nombrar primer ministro a una figura política perteneciente a la quinta de las formaciones de la Asamblea, la de Los Republicanos: Michel Barnier, de 73 años, conocido por haber dirigido en 1992 los Juegos Olímpicos de Invierno en su Saboya natal, por haber sido el implacable negociador del Brexit en nombre  de la Comisión Europea, por tener una consolidada vena ecologista, ser ex ministro y ex candidato contra Macron en las presidenciales de 2022 y ser respetado por su sentido del diálogo y su tenacidad en la negociación. Este nombramiento sólo fue posible tras un intercambio entre Macron y Marine Le Pen, en el que esta última aseguró que no blandiría una censura inmediata contra Michel Barnier, sino que se reservaba el juicio en función de las medidas que se adoptaran.

Con los Republicanos unidos en torno a una figura que es de los suyos, y el centro macronista aceptando la elección del presidente, aunque con algunas reservas (quizás puramente tácticas), Barnier tiene al menos la seguridad de que su gobierno no caerá en el corto plazo, aunque el NFP utiliza su mayor número de diputados como pretexto para acusar a Macron de falta de respeto por la democracia, amenazar con manifestaciones y huelgas, asegurar que presentará inmediatamente una moción de censura contra el gobierno Barnier y pedir la destitución del presidente de la República.

Esta situación puede considerarse de dos maneras: por un lado, demuestra la adaptabilidad de las instituciones de la V República; por otro, no se ajusta a lo que ha sido la práctica política desde De Gaulle.

 

‘Semipresidencialismo’ francés

Recordemos brevemente lo que suele ocurrir en tiempos normales. Desde la llegada de la V República (1958) y la elección del presidente por sufragio universal (1962), el sistema político francés es de un tipo muy especial, calificado de “semipresidencialista”.

Sin duda no es un sistema puramente parlamentario, ya que justamente se hace todo lo posible para que el ejecutivo bicéfalo (presidente y primer ministro nombrado por el presidente) tenga la última palabra y que la política de partidos no pueda imponerse en el Parlamento. Tal fue el deseo expreso de los padres de la Constitución vigente, Charles de Gaulle y Michel Debré, que quisieron evitar los desmanes y bloqueos del sistema parlamentarista de la IV República. Como consecuencia, el presidente no puede ser destituido, salvo en casos y condiciones muy excepcionales; el escrutinio uninominal a dos vueltas de las legislativas le garantiza normalmente una mayoría estable; en los casos en que la política de partidos amenazara esta mayoría presidencial, el artículo 49-3 permite al ejecutivo forzar la adopción de un proyecto de ley sin votación, por no hablar del poder que tiene de adoptar ciertas decisiones por ordenanza. Por último, pero no por ello menos importante, el presidente dispone del arma “atómica” de disolver la Asamblea Nacional, lo que puede hacer una vez al año.

Pero el sistema francés tampoco es un sistema puramente presidencialista, como el de Estados Unidos, donde el presidente no es responsable ante las Cámaras. En efecto, en Francia, el presidente no es directamente responsable, pero su gobierno sí lo es, ya que puede ser derrocado por una moción de censura aprobada por la Asamblea Nacional con la mayoría absoluta. Desde 1958, la moción de censura se ha utilizado 115 veces, 56 de ellas para intentar derrotar proyectos presentados bajo el amparo del artículo 49-3, pero sólo ha tenido éxito una vez, en 1962.

 

«El presidente de Francia dispone del arma ‘atómica’ de disolver la Asamblea Nacional, lo que puede hacer una vez al año»

 

Normalmente, por tanto, el presidente de la República goza de mayoría suficiente para tener un gobierno que le sea favorable y llevar a cabo la política que desee. En las tres raras ocasiones en las que un presidente se ha encontrado con una mayoría hostil, se ha producido lo que se ha dado en llamar una “cohabitación”, en la que el presidente se ha visto obligado a nombrar a un primer ministro opuesto a su ideología, para evitar enfrentarse a una previsible censura, al tiempo que conservaba para sí el “dominio reservado” de la política exterior y de la defensa. Jacques Chirac vivió dos veces aquella experiencia, a ambos lados del espejo: en la primera cohabitación (1986-1988) como primer ministro del presidente François Mitterrand, y en la tercera (19972002) como presidente con Lionel Jospin de primer ministro.

 

«¿Constituye el nombramiento de Barnier una cuarta ‘cohabitación’? Macron prefiere hablar de ‘cooperación exigente’»

 

¿Constituye el nombramiento de Barnier una cuarta “cohabitación”? El nuevo primer ministro no pertenece a la antigua mayoría del presidente, y su suerte depende de la oposición de extrema derecha. Pero contará con el apoyo de los macronistas, de Los Republicanos (que finalmente han aceptado unirse a su gobierno) e incluso ha anunciado que buscaría a ministros de izquierda, lo que no es del todo imposible en un momento en que muchos socialistas acusan a Faure de haber imposibilitado el nombramiento de Cazeneuve como primer ministro. Estamos, pues, en un nuevo modelo que demuestra la flexibilidad de las instituciones.

De hecho, en lugar de “cohabitación”, Macron prefiere hablar de “cooperación exigente”. En cualquier caso, está claro –y no podemos sino alegrarnos de ello– que volvemos a la lógica original de la Constitución: el presidente arbitra y el gobierno determina y dirige la política de la nación. Los únicos dominios donde el presidente conservará su preminencia son la defensa y la política exterior, pero no hay discrepancia con Barnier en estos ámbitos. Barnier marcó con contundencia su intención de gobernar en su primera entrevista. Y el presidente ya ha anunciado que suprime los múltiples canales que había establecido para controlar directamente la actuación de sus anteriores primeros ministros, aunque el jefe de gabinete de Barnier sea muy cercano al secretario general del Elíseo.

Esto no significa que la situación se haya estabilizado por arte de magia. En primer lugar, al nombrar a Barnier, Macron se ha puesto en manos de Marine Le Pen, de quien dependerá la supervivencia del gobierno, apenas unas semanas después de fomentar un “frente republicano” destinado a limitar su influencia. Es dudoso que ese “frente republicano” se repita en el futuro: Marine Le Pen, al permitir el nombramiento de Barnier, sigue jugando la carta de la respetabilidad y del sentido de la responsabilidad, lo que sólo puede abrirle un poco más el camino hacia el Elíseo, exactamente lo que Macron quería evitar como legado de sus mandatos. En segundo lugar, el nombramiento de los ministros va a dar lugar a mucho regateo.

 

Los mayores retos de Barnier

El nuevo primer ministro tendrá que demostrar todas sus dotes de conciliador para hacer frente a los retos más graves:

  • La aprobación del presupuesto para 2025, cuyo proceso institucional debe comenzar a mediados de septiembre. Es cierto que la Constitución otorga al gobierno el poder – nunca utilizado hasta ahora– de imponer el presupuesto por ordenanza si el Parlamento no lo vota. Pero el reto es inmenso: el considerable endeudamiento de Francia la ha sometido al procedimiento de déficit excesivo de Bruselas, y el gobierno no tendrá más remedio que introducir un drástico programa de recortes de gastos a lo largo de varios años, sin menoscabo del crecimiento, y sin duda acompañándolo –algo a lo que Macron siempre se ha negado– de una subida de impuestos a los más ricos en un país que ya es campeón del mundo en impuestos.
  • La reforma de las pensiones, que ya había estado a punto de ser censurada, y que Barnier no querrá anular, pero tratará de mejorar en algunos puntos.
  • La cuestión de la inmigración y la seguridad, temas sobre los que Barnier, cuando era candidato a la presidencia, había adoptado posiciones que el Rassemblement National aceptaría de buen grado, pero que la izquierda y el centro podrían utilizar como motivo de censura.
  • El poder adquisitivo, en particular con un aumento del salario mínimo, preconizado por la izquierda, temido por los empresarios, pero sin duda necesario para garantizar el crecimiento si va acompañado de un impulso de la productividad.
  • El coste de la transición climática, responsable en gran medida de la revuelta de los “chalecos amarillos”.
  • La mejora de la calidad de los servicios públicos, en particular de la educación y la sanidad, en un momento en que se necesitan ahorros drásticos.
  • La respuesta a la angustia de los agricultores.

 

Las posiciones de Barnier sobre todas estas cuestiones son razonables y lúcidas. Su nombramiento es, pues, la solución menos mala, a pesar de la espada de Damocles del RN. Corresponde a la recomendación que el ex presidente Nicolas Sarkozy hace desde meses: que la derecha moderada se una al macronismo para gobernar.

Sin embargo, más allá del contexto político especialmente difícil –un presidente debilitado, unos partidos que sólo piensan en las elecciones presidenciales, un Rassemblement National más poderoso que nunca por poseer la llave de la gobernabilidad y que disfruta de la ventaja de tener que actuar sólo desde el exterior–, hay que tener en cuenta la gran desmoralización de la opinión pública. Ésta se traduce en incomprensión de la disolución de la Asamblea de junio, sentimiento de haber sido engañada por el resultado de las elecciones legislativas, frustración engendrada por el tiempo que ha tardado Macron en nombrar un primer ministro, y detestación del presidente de la República.

En resumen, Michel Barnier no puede permitirse procrastinar. Al contrario, debe actuar con contundencia, aunque no disponga de una mayoría estable, ni de margen de maniobra financiero para hacer frente a una crisis generalizada de confianza. El reto es enorme, pero ya es hora de que alguien lo afronte con la cabeza despejada.