Las revueltas no cuestionan únicamente los sistemas autocráticos, sino también la esencia del arabismo. Se dibuja un perfil panárabe nuevo, menos étnico y más político.
Los vientos de revuelta social y democrática que soplan en el mundo árabe han afectado por igual a los países pobres en recursos, como Túnez y Jordania, y a los ricos y con petróleo, como Bahréin, Omán y Argelia. Han sacudido a regímenes que disimulan su autoritarismo bajo una democracia de fachada, como Egipto y Yemen, así como a otros abiertamente dictatoriales, como el régimen libio. La unidad geopolítica de la región, que se extiende “desde el Golfo hasta el Océano”, por emplear una fórmula arabista habitual, se ha manifestado bajo la forma inesperada de luchas sincronizadas por la justicia y la libertad.
Estas luchas tenían por objetivo unos poderes autocráticos, algunos de ellos establecidos desde hace decenas de años y que pretendían regenerarse únicamente en el marco tranquilizador de las sucesiones familiares, en las que los déspotas envejecidos ceden el trono a sus descendientes. No es de extrañar que su simultaneidad revitalice las tesis panarabistas. Varias secciones nacionales del partido Baaz han saludado la formidable “revolución árabe” en curso. Muchos intelectuales arabistas, mucho más influyentes que esta organización panárabe, debilitada por la caída del régimen de Sadam Hussein y el descrédito del hermano-enemigo sirio, se han hecho eco de estas proclamaciones entusiastas…