Es difícil dibujar el estado de la URSS, incluso después de una estancia relativamente prolongada en este país, ya varias veces visitado con anterioridad: el caos –porque ésta es la palabra adecuada– no se presta al análisis.
Ni siquiera hay definición que pueda aplicarse a la fase actual, etapa de transición entre la perestroika, evidentemente concluida, y una revolución que queda por hacer.
Lo que, en efecto, sorprende al visitante que vuelve a Moscú después de tantas conmociones anunciadas, es, en primer lugar, que no ha cambiado nada, que el sistema sigue allí, con todas sus manifestaciones familiares. La burocracia parece mantener su presencia igual que antes, los procedimientos necesarios para la menor gestión siguen siendo tan pesados e inútiles como siempre, los uniformes (militares y de la milicia), tan numerosos en las calles como antes; las limosinas oficiales continúan deslizándose sobre el asfalto por sus corredores reservados… Nada ha cambiado en concreto para los extranjeros, siempre confinados en inmensos ghettos vigilados por policías, que siguen obligados a declarar sus desplazamientos por las provincias y sometidos a la pesada tutela de la UPDK, la Administración ad hoc del Ministerio de Asuntos Exteriores.
La segunda sorpresa se produce después, y la verdad es que se espera: este sistema está en plena quiebra, todo el mundo, desde Gorbachov al ama de casa, está de acuerdo, pero nadie sabe cómo salir de él.
La ruina de la economía queda ilustrada por el espectáculo de desolación total, sin equivalente incluso en los países del Tercer Mundo, que ofrecen los comercios de la capital. El socialismo jamás ha mimado al consumidor, pero en otros tiempos, por lo menos, se hacía como si las cosas tuvieran que ser así y la penuria estaba más o menos enmascarada. Hoy no hay nada, o casi nada, a la…