En 1833, recorriendo las costas suramericanas en la expedición del Beagle, Charles Darwin se encontró en Argentina con un personaje que pertenecía a la evolución social y política latinoamericana tanto como las especies de fauna y flora que estudiaba el naturalista inglés a la evolución de su naturaleza: Juan Manuel de Rosas (1793-1877), por entonces en campaña contra los indios de las pampas. Rosas era una personificación casi arquetípica del caudillo hispanoamericano, el tipo de jefatura que surgió de modo espontáneo de las guerras de la independencia, como producto de una sociedad que había abandonado bruscamente sus autoridades tradicionales.
Entre ombúes, guanacos y gauchos nómadas, Darwin descubrió una mutación de la filogenia política hispánica en terreno americano que pugnaba por adaptarse al hábitat de un Estado que germinaba en un terreno árido e inhóspito para la democracia. La lucha por la supervivencia política se debatió en ese mundo entre los impulsos primarios de los caudillos y las instituciones constitucionales.
Caudillos como los argentinos Rosas y Facundo Quiroga, el uruguayo Artigas, el venezolano Páez o el mexicano Santa Anna, no salieron de las filas militares regulares: se graduaron de generales en el camino, yendo a la batalla. Para ello les ayudó que las repúblicas nacieran en medio del estrépito de las marchas militares y deslumbradas por los uniformes. Encontraron a sus seguidores entre las gentes de los vastos hinterlands americanos: iletrados y rudos; hombres hechos a las duras condiciones del pastoreo y de la caza de ganado salvaje en las inmensidades de las pampas, los llanos y las punas. Eran formidables jinetes y católicos supersticiosos inmersos en una cultura mestiza y un orden social que surgía de la trashumancia y el culto a la fuerza física.
Al convertirse gradualmente en una fuerza militar cohesionada, las milicias irregulares de los caudillos…