En 2019 se cumplen 80 años del final de la Guerra Civil española y, por primera vez desde la instauración de la democracia tras la muerte del dictador Francisco Franco, el gobierno de España ha decidido convertirlo en una ocasión para la conmemoración y el homenaje. Conmemoración de que su fin forzó la expulsión masiva de alrededor de medio millón de personas amenazadas de muerte en condiciones de absoluta precariedad; homenaje a un colectivo culpabilizado por su defensa de o percibida adhesión al gobierno democrático y democráticamente elegido de la Segunda República, así como a los países donde ese grupo encontró cobijo. Es un reconocimiento de que con la derrota se perdió un proyecto de país de inigualada modernidad y ambición democrática en su historia, y de que esa pérdida merece respeto y duelo: gestos simbólicos que, por parte de un Estado, indiquen que se aprecia el legado herido, traumatizado, que sobrevive, en cuerpo o en memoria, a la persecución franquista, y que se está dispuesto a establecer una genealogía que conecte el presente del país con ese pasado derrotado. Es, en definitiva, una toma de partido, un abandono de la equidistancia a la hora de valorar las razones y los resultados de la Guerra Civil que ha caracterizado la interpretación de este pasado nacional desde los años sesenta del siglo XX.
No era la primera vez que la fuerza represora y reaccionaria del Estado español ejercía su derecho soberano a la expulsión. Este mismo Estado se había fundado en la voluntad de erradicar del mapa a moros y judíos en un contexto aún dominado por las lógicas del Antiguo Régimen. A pesar de las diferencias, en la modernidad nuevas expulsiones –la de los jesuitas en el siglo XVIII y la de liberales y carlistas en el siglo XIX– permiten…