Europa entra en un extraño otoño, dominado por una suerte de calma artificial. Los quince gobiernos de la Unión viven atentos al examen monetario del año próximo, con poco interés por el temporal que asoma en el horizonte, al este y sureste de sus fronteras. Estados Unidos mira también hacia su interior, en pleno proceso electoral. Es una situación ya vista, más que conocida. Y sin embargo el futuro inmediato parece hoy del todo imprevisible, difícil de escrutar.
Europa suele equivocarse cuando se resiste a salir de sí misma. En su entorno surgen dificultades nuevas, algunas abrumadoras: pero la economía europea no puede vivir sin África, Asia y América. La cultura europea moriría de asfixia si no pudiera respirar en todo el planeta; desde el siglo XV es así. Muchos europeos prefieren volver la espalda a la realidad exterior y ese miedo se revela en algunos síntomas: el más visible es la reacción defensiva, irracional, ciega, ante el fenómeno migratorio.
La caída del África subsahariana continúa. Nuestros lectores habrán tenido ocasión de ver las imágenes de los niños hambrientos de Liberia y de las matanzas de Burundi, tras las de Ruanda del año pasado. Las tensiones y divisiones mantienen al mundo islámico en el estancamiento: el último episodio entre Irak y Estados Unidos refleja la distancia entre unos pueblos árabes y otros, y su alejamiento creciente del mundo occidental. Los europeos tratan de exportar e invertir en Asia oriental, pero su conocimiento de la cuenca del Pacífico es fragmentario, a veces mínimo: apenas se sigue la evolución diaria de China, cuyos grandes datos cambian de una semana a otra. También es mal conocido el paradójico mapa de la Unión India, un agregado de naciones que mantiene en la extrema pobreza a una parte de sus 950 millones de habitantes, mientras…