El domingo 18 de marzo de 1990 fue un día histórico en Alemania. La víspera, mi debilidad irremediable por las causas perdidas me llevó a visitar la casa natal de Federico Engels, hoy museo, no sólo de Engels y su familia, sino de su industria, que era la textil, y en la que el valle del Wupper ocupó un puesto de vanguardia durante la llamada revolución industrial. Fue la reflexión sobre la revolución industrial lo que hizo a Marx en Inglaterra y a Engels en su propia casa natal, concebir la idea grandiosa y terrible de la revolución social. Esa revolución, utopía febril formulada en el lenguaje de una dialéctica inexorable, se hizo realidad en el segundo decenio de nuestro siglo, y las dimensiones del país en que triunfó y se afianzó parecieron conferirle la condición de eterna. Eterna parecía ser en efecto la dictadura del proletariado, fase de esa revolución que en la mente de sus ideólogos había de ser transitoria. Por no serlo, por eternizarse en ella la revolución, adelantando así la culminación y la negación de la historia, prevista para la etapa siguiente de disolución del Estado en la sociedad civil, la dictadura del proletariado hubo de reconocer lo que con ese nombre encubría: una dictadura sobre el proletariado en nombre del proletariado por la vanguardia consciente del proletariado. La dictadura de esa vanguardia tuvo entre otras muchas virtualidades la de conferir al concepto de “socialismo” un prestigio que nada en la historia permitía justificar. Tanto fue así que, a fuerza de elogiar al socialismo, todo el mundo se hizo socialista y eso sucedió cuando al experimentar el capitalismo liberal el rudo golpe de la crisis del 29, todos los países buscaron en el socialismo su salvación. El socialismo, entendido como intervención del Estado en la vida…