Europa se ve crecientemente acuciada por la necesidad de definir una voz propia, fuerte y diferenciada en un mundo cada vez más polarizado. La rivalidad entre Estados Unidos y China marca en los últimos años la agenda internacional, de tal suerte que no hay asunto o conflicto que no se interprete bajo la óptica última de esa pugna por el liderazgo global. Ya hablemos de la reconfiguración de los mercados energéticos, de disputas comerciales e inversoras, de desarrollos políticos en cualquier continente o de la propia guerra en Ucrania, todo parece interpretarse a la luz de una única partida de ajedrez geopolítico en la que solo participan Washington y Pekín, y a la que el resto del mundo asiste como espectador.
En este contexto de competencia por la hegemonía global, Europa se siente relegada a un segundo plano. Busca su sitio, sin terminar de encontrarlo. Sabemos que no existe equidistancia posible entre los valores democráticos que representa EEUU y el modelo autoritario que encarna China, pero tampoco aceptamos un papel subordinado o de mera comparsa del gigante norteamericano. La búsqueda de un espacio propio en el tablero internacional se ve condicionada tanto por las limitaciones institucionales de la política exterior comunitaria como por las divisiones entre los países miembros de la Unión Europea –divisiones que, más allá de lo ideológico, también tienen mucho que ver con los egos y la necesidad no superada de preservar el sello distintivo nacional dentro de la acción colectiva–.
Pese a ello, en los últimos años hemos visto emerger un discurso más firme por parte de las autoridades de la UE, así como de los dirigentes de sus principales países. Europa cada vez habla más “el lenguaje del poder”, utilizando las palabras del alto representante, Josep Borrell, en respuesta a unos tiempos en los que…