La política soviética desde la llegada de Mijaíl Gorbachov al poder, refleja una evolución contradictoria: en el interior, el éxito de la perestroika no parece garantizado; el conjunto del programa de reformas se mantiene en peligro bajo el efecto coincidente de la resistencia de los conservadores, las dificultades de la economía y las tensiones nacionales a las que precisamente esas mismas reformas han permitido aflorar. En el exterior, por el contrario, el éxito es total. Nunca la imagen de un dirigente soviético ha sido tan favorable desde los tiempos de Stalin, en los siguientes a la Segunda Guerra Mundial; de añadidura los occidentales tienen hoy mejores razones que entonces para tomar en serio los mensajes de paz procedentes de Moscú. De la “gobyrmanía” americana al “gorbasmus” alemán, el impacto de los cambios en Moscú es visible y ello abre a la política exterior soviética perspectivas favorables, sobre todo en Europa.
El cambio de imagen se explica por dos razones. En primer término, la nueva dirección soviética ha emitido varias señales concretas de su cambio de rumbo después del acuerdo sobre los misiles de alcance medio firmado a finales de 1987; estas señales prosiguen hasta la total retirada del Ejército Rojo de Afganistán pasando por el impulso dado a las negociaciones de Angola y Camboya. Se observará, entretanto, que todos estos acuerdos no hubieran podido alcanzarse sin las concesiones hechas por la URSS o por sus aliados: la nueva diplomacia soviética es, ante todo, en el estricto sentido del término, una diplomacia de liquidación, de renuncia; si no a todos los logros de la política brezneviana, sí al menos a aquellos que parecen insostenibles y que el cambio de equipo del Kremlin permitía abandonar sin excesiva pérdida de prestigio.
Pero hay también detrás de todo esto un cambio conceptual que abre…