Las sucesivas ampliaciones de las Comunidades Europeas, y luego de la Unión Europea, suscitaron en su momento amplios debates políticos e institucionales. Paradójicamente, la actual oleada de ampliaciones –de los Balcanes Occidentales a Moldavia y Ucrania– parece generar menos debates, como si la guerra en Ucrania hubiera paralizado cualquier discusión sobre el futuro del continente. Sin embargo, estas ampliaciones imaginadas, anunciadas y previstas esbozan una Unión radicalmente distinta de la que, a pesar de sus diferencias, los europeos han intentado construir hasta ahora.
Horizontes desconocidos
Al expandirse prácticamente hasta el corazón de la Federación de Rusia, la construcción europea puesta en marcha en los años cincuenta del siglo XXI se extendería hasta los límites de un cuasi continente. De ser una organización limitada al número de sus miembros, pasaría a ser gestora de un espacio continental delimitado únicamente por la inmensa Rusia. La ampliación del espacio geográfico implica una ampliación del espacio mental. Fundada hasta ahora sobre la idea de liquidar el legado de la guerra antinazi y del Holocausto europeo, la construcción europea está llamada hoy a asumir el legado estalinista y soviético: a redefinir sus raíces sobre la base de una lucha en dos frentes.
Y lo que es peor –o mejor, para los países de Europa Central–, esta nueva UE estará definida por una obsesión rusa, por la exigencia de construir un espacio político europeo firmemente aislado del mundo ruso o, incluso, radicalmente opuesto a él: económica, institucional, culturalmente. Por tanto, el proceso de construcción de la solidaridad europea ya no se concebirá como la organización de una cohabitación con un “otro” diferente, sino como un bunkering frente a un enemigo amenazador.
Esta bunkerización europea implica un aumento de las necesidades militares: ampliación de la Alianza Atlántica, múltiples programas de rearme en Alemania, Polonia, Francia… Estos…