La inesperada victoria en las elecciones presidenciales ucranianas de Volodímir Zelenski –candidato sin experiencia política, famoso por sus papeles como actor cómico– solo puede explicarse por la pérdida de confianza de la mayoría de los ciudadanos en el anterior presidente, Petro Poroshenko. Un fenómeno que difícilmente encaja en las interpretaciones simplistas de Ucrania como terreno de competición geopolítica entre Occidente y Rusia, donde las opciones de gobierno se reducirían a una eterna pugna entre “proeuropeos”, partidarios de la democracia liberal, y “prorrusos”, nostálgicos del totalitarismo soviético.
En un país que ha optado por la aproximación a la Unión Europea y la OTAN, que ha visto parte de su territorio –la península de Crimea– anexionado por Rusia, y que continúa luchando una guerra contra fuerzas apoyadas por Moscú en dos de sus regiones orientales, todas las circunstancias parecían abrumadoramente favorables a la permanencia en el poder de quienes habían dirigido la defensa del país frente a las amenazas externas. Algo que también trató de rentabilizar el propio Poroshenko durante la campaña, con un discurso nacionalista resumido en el lema “ejército, idioma, religión”. Lucha contra el agresor ruso, vinculación unívoca entre identidad nacional y lengua ucraniana, y separación de la Iglesia ortodoxa autóctona del patriarcado de Moscú. Esta apelación a un patriotismo conservador y tradicionalista, al que ha recurrido a menudo Poroshenko –en contradicción con la imagen cosmopolita y liberal que ha intentado proyectar hacia el exterior– se ha demostrado insuficiente para mantener el apoyo de los votantes.
El resultado electoral revela que, pese a existir hoy un consenso social mayoritario en torno al rumbo euroatlántico de la política exterior –reforzado por el hecho de que los territorios tradicionalmente más reacios a dicha orientación han quedado de facto, aunque no de iure, fuera del Estado ucraniano–, existe también…