Hablar de la idea de Europa es recuperar a George Steiner. Europa son sus cafés y calles transitables; cultura, arte y letras. Es también la aprensión de vivir en un capítulo final, marcado por el destino de la historia y las cicatrices de las guerras. En lo personal, Europa es vivencia compartida y, en lo político, una tragedia que impulsa. Las referencias personales pasan por la movilidad sin fronteras, el Erasmus o el euro en el bolsillo. La construcción política de Europa es la creación, por encima de los escombros, de un modelo sin igual, surgido de lo vivencial.
La construcción europea es no obstante un proyecto inacabado. Mucho más que una organización internacional, algo más que una unión de Estados, pero mucho menos que unos Estados Unidos de Europa. Como marco de cooperación regional, no existe en el mundo un grado de integración parecido, lo que lo convierte en un actor único y difícil de calificar. En unas relaciones internacionales dominadas por los Estados desde la paz de Westfalia y sustentadas en organizaciones multilaterales y flujos transnacionales, todavía más en tiempos de la globalización, Europa aspira a ser un actor diferente.
Europa es, también, objeto de ataque. Críticas que remiten a su disfuncionalidad, su fragmentación interna, a la parálisis de sus mecanismos de toma de decisiones, a su déficit democrático o a la falta de un demos común. Un proyecto político carente de alma y aquejado por la desafección ciudadana. Una expectativa no cumplida, una aspiración; lo que debería ser y nunca es. Y, además, blanco de populismos que no solo aborrecen la burbuja de Bruselas, sino que animan a los Estados miembros a “retomar el control”.
Europa es pues un proyecto político poliédrico, con tantas caras como uno quiera ver, pero sin poder tomar ninguna de ellas como…