Con unas capacidades reforzadas por el Tratado de Lisboa, la UE tiene ahora que definir sus intereses y los socios para conseguirlos. A través de Turquía, Estados Unidos y Rusia, la Unión podría abordar con optimismo muchos de los conflictos regionales y desafíos globales.
La Turquía moderna, que nace en 1923 de la mano de Mustafa Kemal Ataturk, tras la disolución del Imperio Otomano como consecuencia de la Primera Guerra mundial, aspira, sin embargo, a homologarse a Europa y en concreto a la Europa occidental, en cuestiones que van, por ejemplo, desde la escritura, adoptando el alfabeto latino, hasta las costumbres, optando por el laicismo del Estado y por el reconocimiento de amplios derechos civiles y políticos a las mujeres. Por ello, al acabar la Segunda Guerra mundial, durante la que Turquía optó por la neutralidad, y tras participar en la guerra de Corea del lado de las potencias occidentales, el gobierno de Ankara, receloso de la presencia soviética en las regiones del Cáucaso, mar Negro y Caspio, decide adherirse a la OTAN (creada en 1949); el ingreso se hace efectivo en 1952.
Unos años después, Turquía concluye un acuerdo de asociación, el Acuerdo de Ankara, con la entonces Comunidad Europea (CE). En este acuerdo se contempla ya la hipótesis de que Turquía pueda ingresar en la CE algún día. El acuerdo, con su protocolo adicional de 1970, fija como objetivo principal el refuerzo de las relaciones comerciales y económicas entre Turquía y la CE, incluyendo la instauración de una unión aduanera por fases (finalmente establecida en 1996).
En 1987, al año de ingreso en la CE de España y Portugal, Turquía presentó formalmente su solicitud de adhesión, pero hasta diciembre de 1999 el Consejo Europeo no le reconoce el estatuto de candidato. Aún tendrá que transcurrir casi un quinquenio…