En Frankenstein, la historia de terror escrita en 1818 por Mary Shelley, un científico espoleado por una ambición prometeica crea un monstruo humanoide, uniendo partes de distintos cuerpos que rescata de “la sala de disección y el matadero” e incluso de entre “el barro sin bendecir de la tumba”. Víctor Frankenstein pronto se arrepiente de su intento de construir un facsímil de su propia especie. El monstruo, envidioso de la felicidad y la capacidad de sentir de su creador, condenado a la amargura de la soledad y el rechazo, se vuelve con violencia contra los amigos y la familia de aquel para destruir su mundo. El único legado del errado experimento de replicación humana son remordimientos y corazones rotos.
El sociólogo estadounidense Kim Scheppele no lleva demasiado lejos esta analogía, pero tilda a la Hungría de hoy de Frankenstate. Se trata, en efecto, de un mutante iliberal compuesto por miembros y extremidades de democracias liberales occidentales, ingeniosamente cosidos. Esto demostraría, paradójicamente, que el primer ministro húngaro, Víktor Orbán, ha logrado destruir la democracia liberal mediante la aplicación de una inteligente política de imitación gradual. Orbán ha engendrado un régimen que representa el feliz matrimonio entre las ideas de Carl Schmitt, quien entendía la política como una serie de melodramáticas y conflictivas amistades y enemistades, y la fachada institucional de la democracia liberal. Cuando la Unión Europea critica al gobierno de Orbán por el carácter iliberal de sus reformas, este siempre se apresura a señalar que todos los cambios, normativas o instituciones legales que suscitan controversia fueron creadas a imagen y semejanza de los de algún Estado miembro de la Unión. No es de extrañar que muchos líderes liberales occidentales miren a los regímenes políticos de Hungría y Polonia con el mismo “horror y repugnancia” que llenaron el corazón de…