Transcurrido un lustro desde la muerte de Franco, el nacionalismo español era en apariencia invisible. Salvo la ultraderecha, casi ninguno de los actores políticos que se identificaba con la idea de España como nación aceptaba la etiqueta “nacionalista”. Durante al menos dos décadas, la mayoría de las fuerzas políticas del espectro democrático tuvieron problemas incluso en aceptar denominarse “patriotas”. En verdad, España no era necesariamente una excepción: la mayoría de los discursos nacionalistas de Estado tienden a rechazar esa denominación. Pero en el caso español intervenían tres factores adicionales: a) La profunda deslegitimación del patriotismo español por su apropiación simbólica y discursiva por el régimen franquista; b) el aura de legitimidad paralela adquirida por los postulados políticos y culturales de los nacionalismos periféricos; y c) la ausencia de un elemento presente en otros nacionalismos de Estado tras 1945: un consenso antifascista que actuase de mito relegitimador y refundador de la nueva comunidad nacional democrática. El hecho de que el recuerdo reciente de la Guerra Civil y del franquismo no fuese compartido impedía que cuajase una memoria patriótica común. Por el contrario, se perpetuó una suerte de memoria patriótica escindida que ya era típica de la dicotomía entre patriotismo español liberal y patriotismo tradicionalista durante el siglo XIX.
Sin embargo, desde la transición democrática, culminada con la promulgación de la Constitución de 1978, el nacionalismo español de vocación democrática se enfrentó a un cuádruple desafío. Tenía que recomponer su legitimidad histórica, reciente y remota; aceptar la pluralidad etnocultural como elemento constitutivo, adaptándose a la nueva realidad del Estado de las Autonomías; contrarrestar el permanente desafío de los nacionalismos subestatales; y, en fin, hacer todo ello compatible con el impacto de la incorporación al proceso de unidad europea y, por tanto, con las cesiones efectivas de soberanía hacia arriba que el gobierno…