Las relaciones libio-norteamericanas han llegado a estar “condenadamente cerca” de la guerra, ha dicho en fecha reciente el secretario de Estado George Shultz. En 1981, a sólo cuatro meses de su toma de posesión, el presidente Reagan cerró la Embajada libia en Washington alegando el apoyo del coronel Muamar el Gadafi al terrorismo internacional. Poco después, la aviación naval estadounidense derribó dos aviones libios tras ser atacada por ellos. La presión norteamericana alcanzó su máxima intensidad el 15 de abril pasado, con la incursión aérea sobre el Cuartel General y residencia de Gadafi en Trípoli. Más tarde, algunos funcionarios trataron de desestabilizar al gobernante libio sembrando deliberadamente informaciones falsas.
Si bien la caída de Gadafi no ha sido el objetivo confesado de la Administración norteamericana, es evidente que se ha convertido para ella en una obsesión. “Si tiene lugar un golpe, tanto mejor”, dijo en abril Shultz, en un raro ejemplo de alto funcionario norteamericano que pre- coniza abiertamente el derrocamiento del Gobierno de otro país. En el fondo de esta presión de la Administración norteamericana sobre Gadafi está la creencia de que, al castigarlo a él, los Estados Unidos empujarán al mundo occidental a asestar un golpe fatal a los promotores del terrorismo internacional.
Es indudable que la incursión de abril de 1986 sobre Libia provocó una pausa en el terrorismo de origen árabe y que los Gobiernos de la Europa occidental, muy reacios a apoyar la demostración de fuerza de Estados Unidos, impusieron, no obstante, sanciones a Libia, en parte para aplacar a los norteamericanos. Estas sanciones provocaron la salida de más de 600 libios de la Europa occidental, desmantelando así una de las redes logísticas del terror.
Pero lo ocurrido a partir del bombardeo ha suscitado muchas preguntas sobre la eficacia de la política norteamericana. En Libia,…