Estados Unidos y la tierra prometida
Aunque se viene desarrollando desde hace tres cuartos de siglo, la metafísica del papel de Israel en las relaciones internacionales y la centralidad del conflicto palestino-israelí en la política global siguen confundiendo a los observadores. ¿Cómo puede ser que este pedazo de tierra inspire tanta intensidad emocional y ejerza una influencia tan desmesurada en la política exterior estadounidense?
En The Arc of a Covenant, Walter Russell Mead, prestigioso historiador de la diplomacia estadounidense que ha escrito profusamente sobre política exterior en los términos de la gran estrategia, utiliza esta laguna como punto de partida. El libro, que es el resultado de un proyecto de 10 años para reinterpretar la historia judía e israelí en Estados Unidos, ofrece un análisis amplio que echa por tierra conceptos apreciados y cuestiona presunciones muy antiguas. En lugar de colocar a todos los personajes habituales en la cabecera de la mesa, Mead recoloca las sillas para darnos un pantallazo de algo nuevo.
En un libro anterior, Special Providence, Mead se erigió como la clase más extraña de pensador de la política exterior. En esta obra desempeñaba el papel del iconoclasta responsable que intenta educar a los estadounidenses sobre las raíces más profundas de su política exterior. Mead describía cuatro tradiciones de la política exterior que han definido, en su momento, el interés nacional de EEUU: la wilsoniana, que busca un mundo seguro para la democracia; la hamiltoniana, que prioriza los intereses económicos; la jeffersoniana, que apunta a proteger al país de las influencias corruptas del mundo exterior; y la jacksoniana, que imagina un EEUU muy poderoso capaz de evitar conflictos exteriores y centrarse en el frente interno.
Para Mead, la interacción de estas tradiciones hace que EEUU sea lo que es. Entre un periodo y el siguiente tienen preponderancia unas tradiciones u otras, aunque todas ellas están continuamente presentes en cómo se piensa la política exterior del país. El objetivo conciso de Mead es preparar a EEUU para un periodo en el que pueda cobrar preeminencia una combinación de jeffersonianismo y jacksonianismo. Desde entonces, como columnista del Wall Street Journal, ha abordado todas las grandes cuestiones relacionadas con la importancia de las grandes potencias, como la rivalidad de Occidente con China, el realineamiento de las fuerzas políticas globales y las crisis civilizacionales como el cambio climático.
Sin embargo, sorprendentemente, en un momento de profunda crisis para el orden internacional de posguerra fría, en el que la mayoría de los analistas se centran en el retorno de la geopolítica del siglo XX, Mead ha virado la atención hacia una región y un conflicto que, en gran medida, han abandonado la escena central. Mead se centra de lleno en la naturaleza de la alianza entre EEUU e Israel e insiste en que solo si lidiamos con los intereses, sentimientos y coaliciones cambiantes detrás de esta alianza podremos entender los factores fundamentales que definen la política exterior estadounidense en términos más amplios.
Destinos manifiestos
Para Mead, Israel “ocupa un continente en la mente estadounidense”. No es “ni el aliado más importante de EEUU ni su socio comercial más valioso”, escribe, “pero la idea de que los judíos regresarían a las tierras de la Biblia y construirían un Estado allí toca algunos de los temas más importantes y las esperanzas más preciadas de la religión y la cultura estadounidenses”. La ambición de Mead es excavar el pasado cristiano de EEUU y rastrear sus intersecciones inesperadas con la política exterior del país.
Mead se remonta al periodo anterior a la fundación de EEUU, desenterrando figuras como Increase Mather, un predicador bostoniano de mediados del siglo XVII que veía a Israel como la eventual tierra natal de las 12 tribus errantes. Dado que solo había unos pocos judíos (principalmente sefaradíes) en los EEUU pre-revolucionarios, llama la atención el interés de estos primeros protestantes en la cuestión de Israel. Pero Mead traza con firmeza una línea recta hasta 1840, cuando las primeras olas de inmigrantes europeos empezaron a alterar la naturaleza de la relación y cuando la “otredad” de los judíos comenzó a dominar las percepciones estadounidenses.
Al relatar esta historia temprana, Mead corrige la presunción de que la alianza non sancta entre los judíos estadounidenses conservadores y la derecha evangélica comenzó con tele-evangelistas como Pat Robertson en la década de 1980. Asimismo, al revelar la historia más profunda de las opiniones estadounidenses sobre los judíos, Israel y el sionismo, Mead brinda su punto conceptual clave: que uno debe comprender cómo la política doméstica se integró a la política exterior. Entender el pensamiento y las políticas de EEUU hacia Israel exige analizar el papel preponderante que los judíos e Israel han desempeñado en la imaginación estadounidense en diferentes coyunturas históricas.
Este papel ha sido prominente en casi todos los periodos de la historia estadounidense, y representó un consenso ideológico infravalorado que atraviesa el desarrollo de la política exterior del país hasta el día de hoy. Los realistas, sostiene Mead, creen erróneamente que el lobby israelí es lo que determina las elecciones de EEUU en materia de política exterior, mientras que los internacionalistas liberales consideran que la política estadounidense está guiada por los beneficios putativos de la democracia israelí. Mead considera que ambas visiones son empíricamente incorrectas y descabelladas, porque subestiman el lugar que Israel y los judíos vienen ocupando desde hace mucho tiempo en la conciencia política del país.
Al explorar de qué manera la idea y la realidad de Israel han forjado la política estadounidense, Mead procura corregir muchos de los argumentos ahistóricos, apolíticos, reductores y antisemitas que muchas veces aparecen en los debates de política exterior de EEUU. Demuestra que no hay ninguna fuerza oculta, ningún cabildeo todopoderoso, que haga que la política estadounidense hacia Israel se incline en alguna dirección particular. Menciona casos en los que la política estadounidense hacia Israel era débil e indiferente, y otras en que era fuerte y apasionada. Las variables decisivas no son las élites en Nueva York y Hollywood u “odiadores” de judíos en el corazón de EEUU. La política y el poder es lo que importa y siempre están en un movimiento dinámico. Cualquier explicación convincente, insiste Mead, debe buscarse en este terreno.
Mead sin duda está en lo cierto cuando dice que para entender muchos puntos álgidos en la historia es imperativo un abordaje desapasionado que aparte el ruido y permita que la evidencia hable por sí sola. Al adoptar este método, hace algunos descubrimientos históricos sorprendentes e inesperados. Por ejemplo, demuestra que podemos ignorar la historia muchas veces contada de cómo el presidente Harry Truman se vio obligado a reconocer a Israel en mayo de 1948 después de los ruegos de un amigo judío en Independence, Missouri. Por el contrario, el cálculo de Truman reflejaba un equilibrio complejo de varias fuerzas políticas que culminó en su giro de la política de guerra de Franklin D. Roosevelt hacia las nuevas realidades de la guerra fría. El papel heroico que muchos judíos estadounidense le imputan a Truman es infundado. No era el filosemita accidental que muchos suponían.
Puntos ciegos
Pero la interpretación sutil que Mead hace del registro histórico a veces lo deja atrapado en la arena; un riesgo que enfrentan todos los iconoclastas, hasta los responsables. Por ejemplo, está tan ansioso por desmantelar el mito del “lobby israelí” todopoderoso que distorsiona el papel sumamente visible que los defensores de Israel efectivamente desempeñan en la política estadounidense. Es justo preguntar por qué el respaldo a Israel se ha vuelto tan febril e intransigente en las últimas décadas. Pero aquí sus explicaciones son parciales y poco satisfactorias.
«Mead está tan ansioso por desmantelar el mito del ‘lobby israelí’ todopoderoso que distorsiona el papel que los defensores de Israel efectivamente desempeñan en la política estadounidense»
Por ejemplo, Mead observa que “a lo largo de los años, no han sido pocos los libros (…) que sostienen que un ‘lobby israelí’ que prioriza los intereses de Israel por encima de los de EEUU (…) controla tanto la discusión pública de las relaciones entre EEUU e Israel como la política real”. Pero no menciona ningún libro que sostenga este argumento y tampoco hace mención a la salva de 12.600 palabras (más tarde un libro) de Stephen Walt y John Mearsheimer en la London Review of Books del 23 de marzo de 2006 que encendió el debate sobre la influencia del Comité de Asuntos Públicos de EEUU-Israel (AIPAC). Por el contrario, Mead hace sombras con hombres de paja (citando comentarios marginales sobre los judíos que controlan Hollywood y Washington) y ofrece argumentos convencionales sobre cómo funcionan los grupos de interés en la política estadounidense.
Y si bien Mead está absolutamente en lo cierto cuando dice que las políticas de EEUU hacia Israel no son el resultado de alguna conspiración judía siniestra, esto no significa que no haya un lobby israelí poderoso. Si uno analiza la temporada de elecciones primarias de mitad de mandato de este año, habría que ser ciego para no ver el poder de los diversos grupos de lobby pro-Israel. En Michigan, AIPAC gastó ocho millones de dólares para derrotar a Andy Levin, un congresista demócrata judío en funciones que cometió el error de criticar modestamente el maltrato de los palestinos por parte de Israel. Y se han gastado decenas de millones de dólares más para derrotar a otros candidatos a ambas cámaras. Como era de esperarse, el efecto ha sido escalofriante: muchas veces criticar a Israel simplemente no justifica el riesgo electoral.
Mead tiene razón al señalar que la política de EEUU hacia Israel muchas veces está divorciada de las propias preferencias políticas de los judíos estadounidenses. Por ejemplo, el 63% de estos quieren la solución de los dos Estados y el fin de los asentamientos. Pero Mead no explica por qué las sucesivas administraciones estadounidenses han presionado solo de manera moderada (en el mejor de los casos) para alcanzar estos objetivos. Algo se debe de estar interponiendo en el camino y no es un gran misterio de qué se trata. Muchas veces un gran misterio termina siendo una gran cantidad de dinero.
Toda la geopolítica es local
Si buscamos una contraparte provocadora para el libro de Mead, podemos acudir a Prophets Without Honor, el análisis del exministro de Relaciones Exteriores israelí Shlomo Ben-Ami de la Cumbre de Camp David de 2000 y la disolución de todo compromiso con el futuro de dos Estados. En lugar de situar a Israel en el contexto de una identidad de la política exterior estadounidense en constante evolución, Ben-Ami lo coloca justo en el centro de la política de Oriente Próximo. Mientras que Mead tiene una mirada amplia, Ben-Ami, que también es un prestigioso historiador, se dedica a las particularidades.
Después de entrar en un detalle exhaustivo sobre los acuerdos de paz que estuvieron muy cerca de ser firmados en 2000 y 2001, Ben-Ami llega a una conclusión bastante generalizada y sorprendente: que la solución de los dos Estados está moribunda y que “todas las partes interesadas”, por tanto, deberían “virar su atención a otros escenarios posibles”.
«Su libro y el de Mead son relevantes para una era en la que la política de la identidad en EEUU y en el exterior están cambiando drásticamente el significado del realismo y del internacionalismo liberal»
Ben-Ami dedica una atención considerable a analizar las esperanzas y necedades que han definido el llamado proceso de paz desde esos días trascendentales en Camp David y Taba, y lleva la historia hasta los Acuerdos de Abraham de 2020, el producto final del “acuerdo del siglo” de Donald Trump. Nos recuerda que existe una larga historia de incentivos económicos propuestos con el fin de fomentar la normalización con Israel. Pero en el acuerdo que finalmente aceptaron Bahréin y Emiratos Árabes Unidos, Palestina no figura en ninguna parte. Sucedió lo mismo cuando Sudán y Marruecos normalizaron después sus relaciones con Israel. Ben-Ami favorece así la descripción que hace Hezbollah de los acuerdos como “acuerdos vergonzosos”. Siempre fue un sucio secreto que la defensa oficial de los Estados árabes de un Estado palestino servía como una pantalla de humo para apuntalar a las oligarquías corruptas en casa. Pero ahora, como demuestra Ben-Ami, se han caído las máscaras.
Con el sombrero del gran estratega, Mead probablemente vea los Acuerdos de Abraham como la prueba de que EEUU se está adaptando a la realidad del mundo postestadounidense. El tono de lamento que atraviesa la prosa de Ben-Ami indica que coincidiría con Mead en este punto. Su libro y el de Mead son relevantes para una era en la que la política de la identidad en EEUU y en el exterior están cambiando drásticamente el significado del realismo y del internacionalismo liberal.
Para un realista providencial como Mead, la historia es profecía. En un momento en que EEUU siente los efectos inquietantes de otro cambio de paradigma importante, Mead intenta entender las opciones que enfrenta. El controvertido leitmotiv del “fin de la historia” de Francis Fukuyama ha sido reemplazado por un sentimiento más escatológico, y la política de identidad y los discursos de descolonización están sobrepasando el marco de larga data de la guerra fría. En estas condiciones, Mead espera ofrecer un realismo apocalíptico que pueda salvar a EEUU.
© Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org