Dada su actual condición de única superpotencia, Estados Unidos se siente autorizado a intervenir dónde y cuándo lo considere oportuno para salvaguardar sus intereses particulares, proteger a sus aliados y, al menos desde su punto de vista, reparar las injusticias y hacer del mundo un lugar mejor. Con frecuencia, la intervención es de carácter militar, bien en forma de guerras de larga duración, como en los casos de Corea, Vietnam, Afganistán e Irak, bien de expediciones breves y casi ridículas, como en Grenada. Las acciones bélicas se han convertido hasta tal punto en parte integrante de la política exterior estadounidense que el presidente, Barack Obama, fue acusado de “aislacionismo” cuando se negó a prestar apoyo militar a la oposición siria después de 2011. Una de las consecuencias de este intervencionismo es que, en algunos lugares del mundo como Oriente Medio, la acción política es obra del ingente, profesional, curtido y bien armado ejército estadounidense, al cual, a pesar de seguir estrictamente sometido a la supervisión civil, se le ha traspasado el papel de responsable político.
La función política cada vez mayor que desempeña el ejército queda de manifiesto sobre todo en Oriente Medio. Desde siempre, la cuestión de la seguridad ha ocupado un lugar central en la estrategia estadounidense en la región. No obstante, hasta hace poco, el ejército no participaba decisivamente en el proceso de definición de políticas. La proliferación del islamismo violento ha cambiado la situación. Existe el peligro de que en el futuro las actuaciones estén determinadas por lo militarmente factible más que por lo políticamente deseable. Puede que la intervención de este año en Siria e Irak, en la que la acción militar se ha desarrollado sin estrategia política, sea un presagio de los problemas que se avecinan.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la política estadounidense en Oriente Medio ha estado impulsada por tres preocupaciones fundamentales: limitar la influencia soviética, mantener el acceso al petróleo y salvaguardar la seguridad de Israel. Evidentemente, la primera ha dejado de ser uno de estos impulsores. A pesar de que la agresividad del presidente, Vladímir Putin, no deja de aumentar, en Oriente Medio Rusia ha representado para EE UU una molestia más que una amenaza real. El acceso al petróleo y la seguridad de Israel, por su parte, siguen siendo motores de la acción política y, desde septiembre de 2001, la lucha contra el terrorismo se ha convertido en el indiscutible y probablemente duradero tercer pilar de las intervenciones estadounidenses en la zona.
El petróleo del Golfo y los cuellos de botella
Estados Unidos no depende de las importaciones directas de petróleo de los países del Golfo. Las exportaciones de hidrocarburos de Arabia Saudí y otros países de la región a EE UU no han dejado de disminuir con los años, y las revoluciones del petróleo y el gas de esquisto nacionales las reducirán todavía más. Pero el mercado del petróleo es un mercado integrado a escala mundial y cualquier amenaza a los principales productores de petróleo y gas del Golfo, incluidos Irán e Irak, podría tener repercusiones económicas en todo el mundo. El paso seguro de los petroleros y los barcos que transportan gas natural licuado (GNL) a través de los estrechos de Ormuz y Bab el Mandeb y del canal de Suez sigue siendo un imperativo, independientemente de si el cargamento va destinado a China, Japón, Europa o Estados Unidos. De ahí que este último siempre haya respondido con celeridad a las amenazas a los flujos de petróleo, por ejemplo tras la invasión iraquí de Kuwait en 1990, y que mantenga una fuerte presencia naval en el Golfo.
Para asegurarse el acceso al petróleo de esta región, EE UU ha dependido históricamente del mantenimiento de relaciones sólidas tanto con los países árabes del Golfo como con Irán. Pero con el derrocamiento del sha y el establecimiento de la República Islámica en 1979, los lazos con Irán se rompieron y el país pasó a ser la amenaza que había que frenar más que el aliado que contribuía a mantener la estabilidad. Desde la invasión estadounidense de Irak de 2003, la relación con los países árabes del Golfo también ha quedado menoscabada. Para Arabia Saudí y sus vecinos más pequeños, la decisión de EE UU de derrocar a Saddam Hussein sin consultarles y sin tener en cuenta las repercusiones para el resto de la región minaron la seguridad en el Golfo al debilitar al único país de la zona suficientemente poderoso para actuar como contrapeso de Irán. Irak se convirtió en un país gravemente incapacitado, dividido e inestable, lo cual reforzó la influencia iraní y alimentó sus aspiraciones hegemónicas.
Para los países del Golfo, a los que ya irritaba la insistencia estadounidense en que se celebrasen elecciones democráticas en Irak –lo cual, en su opinión, desestabilizaría aun más el país al incrementar el poder chií y con ello la influencia iraní–, el respaldo de EE UU al derrocamiento de varios regímenes árabes durante la Primavera Árabe fue motivo de indignación. Según la retórica dominante en la región, en Egipto la administración Obama no tuvo problemas en dejar en la estacada a su aliado, el presidente Hosni Mubarak; en Bahréin estuvo peligrosamente al borde de tomar partido por la oposición chií en un momento en que los países del Golfo estaban enviando fuerzas de protección para apoyar a la monarquía; y, para colmo, cuando los sirios se levantaron contra el presidente Bashar al Assad, el único gobernante árabe del que querían librarse los países del Golfo, Obama no hizo nada.
Con todo, los países del Golfo siguen esperando que Estados Unidos los proteja y mantenga la seguridad en la región; no tienen a nadie más a quien dirigirse. Sin embargo, se han convertido en aliados huraños y recelosos que dudan de la sinceridad del compromiso estadounidense y se muestran reacios a secundar incondicionalmente el liderazgo de Washington.
El rompecabezas de Israel
El compromiso estadounidense de proteger al Estado de Israel es tan sólido como su determinación de mantener un acceso seguro al petróleo y el gas del Golfo. Pero mientras que detrás de este segundo principio está la necesidad económica, el primero tiene un fundamento político. Estados Unidos no necesita mantener una relación estrecha con Israel para preservar sus intereses en Oriente Medio. Antes bien, dicha cercanía complica todos los demás aspectos de su estrategia en la región.
Estados Unidos nunca ha intervenido militarmente para proteger al Estado de Israel porque nunca lo ha necesitado. Pero en diversas ocasiones se ha apresurado a facilitarle más armamento, junto con un incremento de la ayuda militar y del apoyo financiero, y se ha involucrado decididamente en negociaciones que han tenido como resultado el aumento de la seguridad para Israel. La diplomacia itinerante de Henry Kissinger en el periodo posterior a la guerra de 1973 y el compromiso personal del presidente Jimmy Carter en las negociaciones que desembocaron en los acuerdos de Camp David de 1979 son algunos ejemplos.
Estados Unidos también ha defendido a Israel utilizando reiteradamente su poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para bloquear resoluciones cruciales para ese Estado. Y mientras que en teoría condena muchas de las actuaciones del gobierno israelí, principalmente la expansión de los asentamientos en Cisjordania y Jerusalén Este, en la práctica las tolera. De hecho, al silenciar las críticas propias y ajenas, ha hecho posibles las acciones que reprueba.
Las razones que en origen justificaron el intervencionismo estadounidense en apoyo a Israel –la afinidad con la joven nación que luchaba por subsistir y la certeza de que sería un aliado fiel en la guerra fría– hace tiempo que han dejado de ser válidas. Las dificultades de Israel han pasado. Con una renta per cápita de 36.000 dólares al año según el Fondo Monetario Internacional, es decididamente un país rico. La guerra fría ha terminado. El principal factor que empuja actualmente a EE UU a intervenir a favor de Israel es la política interior: Israel dispone de grupos de presión infatigables y muy bien organizados que vigilan las posturas que adoptan los políticos en cuestiones importantes para el país y condenan a los que no respaldan su posición. También existen otros grupos de presión que intentan influir en la política exterior estadounidense para que actúe en representación de determinados países o colectivos víctimas de la diáspora. Por ejemplo, los armenios han logrado mantener vivo en el Congreso estadounidense el asunto de la masacre de compatriotas en Turquía entre 1915 y 1917. Pero el grupo de presión proisraelí es el de mayor alcance. En consecuencia, la posición con respecto a Israel es un asunto de política interior más que exterior.
El terrorismo como nuevo argumento para la intervención
El extremismo violento islámico y el terrorismo se han añadido a la lista de preocupaciones fundamentales que subyacen tras la actual política estadounidense y sus intervenciones en Oriente Medio. La lucha contra el terrorismo, que empezó en el norte de África con la cruenta guerra entre el gobierno argelino y la oposición islamista en la década de los noventa se ha extendido a todo Oriente Medio a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. El terrorismo seguirá siendo durante mucho tiempo uno de los principales determinantes de las intervenciones de EE UU en la región entendida en sentido amplio, desde Malí a Irak y más allá, pasando por Afganistán y Pakistán.
El esfuerzo por frenar el extremismo islámico y el terrorismo ha llevado a Estados Unidos a centrar su atención en zonas antes consideradas marginales a sus intereses. Históricamente, la región del Golfo ha sido importante para EE UU debido al petróleo, y Egipto y el Levante, a causa de Israel y de diversas consideraciones estratégicas. La relevancia del Magreb era menor, y la de la región del Sahel quedaba incluso por detrás. Las cosas ya no son así. Ahora bien, como el interés de EE UU en estas zonas se centra en poner coto al terrorismo, la acción política se rige por principios militares. En 2002, Estados Unidos puso en marcha por primera vez una Iniciativa Pan Sahel que reunía a diversos países de la región bajo el control del Mando Central del Ejército estadounidense (CENTCOM, por sus siglas en inglés). En 2005, la iniciativa se amplió para abarcar más países y pasó a llamarse Asociación Transahariana Antiterrorista. Siguió estando bajo control militar, aunque en 2007 este fue transferido del CENTCOM al recién creado Mando Africano, o AFRICOM.
La necesidad de combatir el extremismo violento y la amenaza que supone para EE UU fue también el argumento para intervenir en Irak en Siria desde el verano de 2014. En junio, una organización denominada Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL, o EIIS, ya que en árabe Levante es Al Shams, lo cual dio lugar a las dos siglas) salió de su baluarte en el este de Siria y capturó la ciudad de Mosul en el norte de Irak. Acto seguido proclamó un califato islámico cuyo territorio, como declaraba explícitamente, seguiría expandiéndose. La toma de Mosul acabó con las reticencias de la administración Obama, que lanzó una nueva ofensiva militar en Oriente Medio. Pero los argumentos a favor de la intervención fueron extraordinariamente limitados y defensivos: Estados Unidos tenía que proteger sus intereses y, sobre todo, a su personal en Irak. Por ejemplo, Washington justificó su decisión de bombardear las posiciones del EIIL próximas a una importante presa alegando que si el EI la destruía, la inundación provocada amenazaría al personal de la embajada estadounidense en Bagdad, un argumento absurdo teniendo en cuenta la devastación que podría haber padecido el país en caso de rotura de la presa. La bajeza del argumento contrasta marcadamente con la grandilocuencia con que la administración Bush justificó la invasión de Irak en 2003, cuando adujo que el derrocamiento del régimen autoritario de Saddam Hussein pondría en marcha la transformación democrática no solo de Irak, sino de todo Oriente Medio.
La militarización de la política de Estados Unidos en Oriente Medio
La lucha antiterrorista seguirá siendo uno de los principales motores de la política de EE UU y de sus intervenciones en Oriente Medio. El extremismo islámico violento no desaparecerá de un día para otro. No se trata de una organización, sino de una mentalidad, de una respuesta a los agravios, de un refugio para los marginados y jóvenes sin trabajo, y, según algunos, de una aspiración a un mundo mejor. Tal vez las organizaciones concretas desaparezcan; hoy la Al Qaeda de Bin Laden es una sombra de lo que fue, mientras que el EI triunfa. Y aparecerán otros grupos. El problema subyacente seguirá ahí.
Esto significa que el ejército seguirá desempeñando un papel de primer orden en la acción política en Oriente Medio. Incluso cabe la posibilidad de que sea aun mayor, lo cual es un verdadero problema. Ciertamente, frenar un movimiento brutal como es Estado Islámico, equipado con armamento comprado o capturado y que ha dado pruebas de su capacidad de conquistar y conservar territorios, exige una intervención militar. No cabe hacerse la ilusión de que la batalla contra el EI pueda ganarse con reformas económicas y políticas y reeducando a los sirios e iraquíes, así como a los combatientes extranjeros que se unen a la lucha, en los auténticos valores del islam. El problema, como dejan bien claro Irak y Siria, reside en que es más fácil emprender una acción militar, sobre todo si no conlleva la presencia de tropas sobre el terreno, que definir una estrategia política viable. No obstante, sin esta última, el impacto de la intervención militar caerá en saco roto.