La visita del papa Francisco a Estados Unidos a finales de septiembre fue recibida con enorme expectación y no menor sensación. Días antes, el sector radical de la prensa republicana lo retrataba como socialista-marxista, denunciando su ignorancia en asuntos científicos y mofándose de los escándalos y debilidades de su Iglesia. Pero en la histórica alocución al pleno del Congreso, Francisco leyó su texto inglés como si estuviera conversando y con una mansedumbre tal que redujo a los congresistas a un silencio reverencial. Al poner sobre el tablero tanto las cuestiones que defienden los demócratas como las que aprecian los republicanos, parecía, al menos por un momento, que ambos partidos se inclinaban a tratar el uno con el otro, superando la parálisis que la extrema polarización del diálogo político ha causado.

La visita del Papa redujo el efecto de la del presidente chino, Xi Jinping, también esos días de septiembre, coincidiendo con la Asamblea General de las Naciones Unidas. Pese al ceremonial con el que fue recibido, las pantallas de televisión se centraban más en las entusiasmadas muchedumbres que rodearon al Papa. El presidente chino vino acompañado de un nutrido grupo de asesores, cuyo severo aspecto llamaba la atención. Se notaba demasiado la soberbia que les inspira la fuerza económica y militar de la nueva China, y el resentimiento contra Occidente que tanto se ventila en su política. El mismo Xi no dejó de proferir con énfasis: “Defenderemos a toda costa nuestra soberanía sobre las islas del Pacífico”. El único punto de acuerdo con Barack Obama ha sido la aparentemente común postura que ambos países defenderán en la Cumbre del Clima de París en diciembre.

El recuerdo de las visitas de los dos, del Papa y del presidente chino, ha quedado desbordado por el no menos sensacional debate entre los aspirantes…